La primera vez que oí hablar del número de camas de la Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) holandesas, fue en una clase de yoga a finales de febrero, cuando Países Bajos acababa de registrar su primer paciente de Covid-19. Tras pedirnos que pusiéramos las esterillas en posición transversal, creando una distancia adicional con el vecino, la profesora, que quizá por su origen chino parecía muy bien informada, dedicó el resto de la clase a concienciarnos sobre lo que se nos venía encima y residualmente a enseñarnos técnicas de relajación. No salí especialmente relajada de esa clase, pero en ningún momento pensé que se aproximaban semanas sin apenas salir de casa o que el número de pacientes en las UCI condicionaría la posibilidad de retomar un atisbo de normalidad en nuestra vida cotidiana.

Tres meses después, estamos a punto de entrar en una nueva fase de relajación de las medidas adoptadas por el Gobierno holandés para frenar la expansión del coronavirus. Como si se tratara de un anticipo, el cartel a la entrada del parque, que me ha ayudado a mantener la cordura durante la cuarentena, ya no cuestiona la necesidad de pasearte por sus veredas; se limita a pedir que evites lugares concurridos y que mantengas la distancia de seguridad. Un cambio sutil pero importante. A partir del 1 de junio, podremos tomarnos algo en una terraza, ir al cine o pasear de nuevo por las salas de un museo. Pequeños placeres que no volveré a dar por sentado. Pero pese a los evidentes resultados del confinamiento “inteligente”, que nos ha permitido airearnos apelando a nuestro sentido de la responsabilidad, el camino hacia una cierta normalidad no está exento de retos. Las imágenes del jueves pasado, con playas y parques abarrotados de gente, socavan los fundamentos de la sociedad del metro y medio y podrían revivir al fantasma de las UCI, y su ajustado número de camas. Un tema crítico que sigue preocupando tanto a la clase política como a los médicos holandeses.

Y es que la enfermedad ha puesto de manifiesto las limitaciones de un servicio, que, con un total de 1.150 camas, está por debajo de la media europea y muy alejado de la capacidad del de sus vecinos Bélgica y Alemania. Ante la incierta evolución de la pandemia, el ministro de Sanidad ha pedido que se amplíe el número de plazas de UCI permanentes a 1.700. Una petición, a priori, sensata que, sin embargo, ha sido cuestionada por los profesionales sanitarios, que la tachan de poco realista. No por falta de materiales, hay camas y respiradores suficientes, sino por falta de personal. Durante los momentos más críticos de la pandemia, pudieron salir adelante a base de adrenalina, esfuerzo redoblado y el apoyo de compañeros, que ahora se reincorporan a sus propios departamentos para garantizar el normal funcionamiento de un sistema general de salud donde tampoco sobra personal. El ministro ha dado un par de semanas a los representantes de los intensivistas para que le presenten sus ideas y planes al respecto. Un plazo muy corto que plantea sus propios retos y que da idea de la relevancia del tema.

La realidad es que, en este contexto, no parece haber mucho margen para el despiste. No sabemos cuánto tiempo tendremos que convivir con el coronavirus, pero todo apunta a que, mientras no haya una vacuna o un tratamiento médico eficaz, el metro y medio de distancia y/ o la mascarilla van a seguir siendo necesarios. Así que, si queremos que la UCI vuelva a recuperar su anonimato, no deberíamos relajarnos demasiado, por mucho que nos tiente el tiempo veraniego y las ganas de recrear la vida antes del Covid, que no son pocas.