Con más de 50 obras publicadas en múltiples idiomas, también español, y una presencia casi diaria en la prensa holandesa de mayor reputación, Arnon Grunberg es uno de los grandes nombres de la letras neerlandesas. Afincado en Nueva York desde mediados de los noventa, su perfil de enfant terrible se fraguó desde el inicio, gracias a su primera novela, Lunes Azules, con la que logró el premio Anton Wachterprijs al mejor escritor novel, el primero de una larga lista de galardones entre los que no faltan los más importantes del país, y algunos por partida doble. Grunberg es novelista, cronista, columnista, pero también es un amante de la vida en la calle, de los hoteles, los restaurantes, del mundo en movimiento, donde encuentra las historias mínimas de las que se nutren sus ficciones, siempre a caballo entre la ironía y el drama, la búsqueda interior y el hedonismo vital. Con él charlamos una tarde veraniega en Ámsterdam, durante una de sus múltiples visitas a su ciudad natal, en una salita acogedora del céntrico hotel en el que siempre se aloja.

Usted ha sido uno de los pocos que ha estado viajando en pleno confinamiento, ¿cómo ha sido la experiencia?

Vengo muy a menudo a Ámsterdam por trabajo y porque mi novia vive aquí. Por eso cuando las fronteras cerraron por el coronavirus, me pilló aquí. Desde 2006, paralelamente a mi trabajo como novelista, escribo crónicas sobre experiencias que vivo en primera persona, como la guerra en Afganistán, un centro de detención de menores, o la vida cotidiana en el circo. Me gusta mucho. Cuando en medio del confinamiento Nueva York pasó a ser el epicentro de la pandemia en Estados Unidos, sentí que debía volver, estar allí para ser testigo de todo esto. Además uno de los periódicos para los que colaboro me encargó contarlo. Así que volví. Y honestamente, fue un shock ver el aeropuerto de Schiphol tan vacío. Es la primera vez en mi vida que he pensado en una catástrofe. Un aeropuerto sin gente es sencillamente feo, el centro de una ciudad, si se vacía, puede quedarse como una bonita postal, pero un lugar de tránsito como Schiphol necesita gente. Y los que estábamos allí, los viajeros o los que trabajaban, nos mirábamos con cierta sospecha… ¿y este por qué está aquí? ¿Qué le pasará? En el avión, un Boeing 787, íbamos 26 personas.

Después, hace unas semanas, he hecho otro viaje en Estados Unidos, desde Nueva York a Miami, en autobús y en tren, para contar cómo vive el país las manifestaciones recientes y el confinamiento. También ha sido chocante comprobar lo difícil que resulta hablar con un extraño si alrededor no hay nadie o muy poca gente. A mí me gusta charlar y conocer las historias de la gente pero es algo que se ha vuelto más complicado que nunca, como si ahora todos nos hubiésemos vuelto más miedosos. Las interacciones humanas han cambiado.

¿Y cómo vivió usted esta pandemia en Nueva York?

Los que pudieron irse, se fueron. La gran parte de los que se quedaron era porque no tenían otra opción, bien por su trabajo o por su situación económica. En Estados Unidos no existe la misma red de seguridad que aquí en Europa, y era sorprendente ver a personas durmiendo en la calle que claramente habían llegado a esa situación hacía pocos días o semanas. Nueva York seguía teniendo los mismos lugares atractivos de siempre, pero al atardecer, en abril y mayo, se transformaba en una ciudad fantasma.

¿Es Nueva York su ciudad?

Me fui allí por amor en 1995 y casi sin querer me fui quedando más tiempo. Después empecé a viajar más y a venir a Ámsterdam a menudo porque mi madre enfermó. Ámsterdam sigue siendo mi otro lugar en el mundo, aquí me he criado y tengo mucha conexión con ella. Pero Nueva York es lo que yo llamaría mi hogar, la siento mi ciudad a pesar de que es un lugar en decadencia, ya se ve. Soy mucho más pesimista acerca del futuro de Estados Unidos que del de Europa.

Para los que vivimos fuera siempre queda la pregunta de dónde está nuestro hogar. Quizá no es en un solo sitio…

Exacto, no tiene por qué ser en un solo sitio. Y eso es lo que me gusta de mi vida. La idea del hogar es algo que me intriga, en la familia en la que yo crecí ya era distinta. Mi padres eran los dos judíos alemanes, en Ámsterdam se sentían como en casa, pero al mismo tiempo añoraban Berlín, como si allí estuviera su verdadero hogar, al que, por culpa del pasado, ya no podían volver. Con ellos hablábamos alemán, se puede decir que esa es mi lengua materna, pero yo tenía el neerlandés como primer idioma. Era una mezcla. Crecí con esa doble identidad, y en ella me siento muy bien. Por eso vivo en Nueva York. Prefiero no pertenecer del todo a un sitio. Mi hermana, por el contrario, sentía que tenía que pertenecer a un sólo lugar, por eso fue a un colegio judío y se fue a vivir a Israel, a una comunidad ortodoxa.

«Vivo en Nueva York y crecí con una doble identidad en la que me siento muy bien. Prefiero no pertenecer del todo a un sitio»

Yo en cambio me fui de Holanda con 23 años, una edad en la que uno hace cosas sin pensarlo demasiado. Pero el hecho de no volver me hace creer que Nueva York me da mucho más de lo que imagino, no me quedo allí porque sí. Lo que tiene Nueva York es que todo el mundo encaja en ella, da igual de dónde venga, así que como no es el hogar para nadie, al mismo tiempo lo es para todos. Y aunque suene a cliché, la idea de que es una ciudad en la que siempre se puede volver a empezar, es cierta. De Estados Unidos en general me gusta mucho su brutalidad y la perseverancia de la gente.

En esa idea del hogar, de pertenecer a un lugar, ¿no juega la lengua, en mi caso el español, en su caso el neerlandés, un papel esencial?

Sí, la lengua es importante, pero también es algo que uno puede llevarse consigo a cualquier parte, no está sujeto al lugar del que se procede. Por eso no entiendo cómo alguien, después de vivir décadas en otro país hablando otro idioma, puede llegar a perder el dominio de su lengua materna. Mi dominio del inglés sigue sin ser el mismo que el neerlandés: los detalles, las sutilezas, cómo me expreso en una lengua o en otra, varían mucho.

Por estos matices de los que usted habla ¿llegan las traducciones de sus novelas a reflejar exactamente lo que usted escribió en neerlandés, en la versión original?

Algunas veces se pierde algo pero no suele pasar. Mi traductor alemán logra incluso mejorar las frases, hacer que suenen mejor que en neerlandés. También es curioso cómo en algunas novelas que se desarrollan en Nueva York, como Fantoompijn (Dolor Fantasma), yo incluyo comentarios que oigo por la calle que cuando los traduzco al neerlandés no suenan tan bien como en inglés. Así que en su edición inglesa están mejor. Hay algunos buenos traductores, muy pocos, que aportan un valor añadido a la obra que traducen, lo que hace que escribir una novela casi se convierta en un trabajo conjunto. La labor del traductor es extremadamente importante, él o ella también está creando a partir de mi novela, y por ello merece reconocimiento. Yo soy un gran admirador de la literatura rusa y me costaría mucho pensar en no ser capaz de leer a todos esos autores que me aportan tanto. Acceder a ellos es algo existencial para mí, y sólo es posible gracias a la traducción.

Arnon Grunberg durante la entrevista. Foto: Alicia Fernández Solla


Algunas de sus novelas encierran humor ¿no le parece que éste está demasiado arraigado a los rasgos culturales e históricos de una lengua como para lograr traducirse bien?

No, porque el humor tiene muchas capas. Por ejemplo, el humor típico de un cabaretier holandés suele ser un juego de palabras con tintes moralistas. Yo soy holandés y a menudo no me resultan graciosos. Si el humor se basa en estos juegos de palabras, es necesario dominar la lengua para captarlo. Pero existe otro humor universal, como el del slapstick, que hace reír a todo el mundo. Y ahí tienes a Cervantes, con su Quijote, un libro muy importante para mí y tremendamente humorístico, que todo lector entendería en cualquier idioma. Porque es un personaje con tantos ángulos…¿cuándo estuvo más loco? ¿durante sus andanzas? o ¿al final del libro, cuando regresa? Todos necesitamos cierto grado de locura para vivir la vida en plenitud, nos perderíamos algo de ella si no cometeríamos ninguna locura. Espero que en todos nosotros existan rasgos de Don Quijote y que permanezcan toda la vida, porque ahí está el humor, el amor y la sensación de vivir plenamente.

«Espero que en todos nosotros existan rasgos de Don Quijote y que permanezcan toda la vida, porque ahí está el humor, el amor y la sensación de vivir plenamente.»

Usted ha sido el encargado de la lectura del 4 de mayo en homenaje a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. En una frase suya muy comentada dijo que “cuando en Holanda desprecian a los marroquíes es como si me estuvieran despreciando a mí”, en referencia a su origen judío. Habló del peligro del resurgir del fascismo y de discriminar a un grupo por la condición que sea, una lectura casi premonitoria de lo que pasaría semanas después tras la muerte de George Floyd…

Este encargo me lo hicieron hace ya dos años. Escribí este discurso en enero pensando que un acto de recuerdo, de homenaje, es inútil si no sirve para alertar de que lo que pasó entonces, puede volver a pasar. Sentí que tenía que hacer un paralelismo respecto de lo que está ocurriendo hoy en día, también porque desde 2010 he empezado a recibir amenazas antisemitas, algo que nunca antes me había pasado. Pero lo cierto es que no me podía imaginar que mis palabras tuvieran tanta repercusión, porque para mí no era tan raro lo que estaba diciendo, pedir que se tratara a cada ser humano exactamente igual. Recibí muchísimos emails de agradecimiento, que tampoco esperaba, y otros muy desagradables, tanto que por primera vez decidí denunciarlos, porque una cosa es defender la libertad de expresión y otra permitir que alguien diga “deberías ser gaseado junto con todos los africanos”. Cuando crecí en los ochenta en Ámsterdam no había antisemitismo, el tabú era demasiado grande, y los que se atrevían eran vistos como unos lunáticos. Esto ha cambiado y es algo que me preocupa. Si permitimos que un político holandés hable sobre los musulmanes o marroquíes en términos despectivos y excluyentes, antes o después lo hará también con otro colectivo. Es sólo cuestión de tiempo. Por eso quise dejar claro que el mismo vientre que gestó el fascismo, podría gestarlo de nuevo.

«Si permitimos que un político holandés hable sobre los musulmanes o marroquíes en términos despectivos y excluyentes, antes o después lo hará también con otro colectivo. Es sólo cuestión de tiempo.»

¿Qué opina de las manifestaciones contra el racismo en tiempos de pandemia?

La muerte de George Floyd me pilló en Estados Unidos, fue increíble ver cómo de repente las medidas contra el virus ya no tenían importancia y el centro de Manhattan se convirtió, casi, en una zona de guerra. Nadie hablaba de la pandemia. Y lo que me sorprende de Holanda, por lo que no me siento tan identificado, es porque en ocasiones se confunden las prioridades. Aquí estaban más preocupados por la posibilidad de un nuevo brote del virus, cuando la evidencia científica mostraba que era bastante improbable. Había que respetar las medidas ante todo. Es un país tan organizado que a veces les puede el respeto a la norma, incluso para protestar. Soy un ciudadano que respeta la legalidad pero también pienso, como decía mi madre, que todo aquél que siempre cumpla las normas a rajatabla, morirá primero. Tenemos que ser capaces de juzgar por nosotros mismos, de cuestionar las normas.

Usted ha vivido en primera persona esta situación en Estados Unidos y en Holanda, ¿qué grado de discriminación y de violencia policial existe aquí respecto de Estados Unidos?    

Puedo decir que la violencia policial en Holanda está empeorando: hace veinte años la policía era menos agresiva. También porque la sociedad en general ha cambiado, y no para bien. Es cierto que no existe al mismo nivel que en Estados Unidos, donde la policía intimida abiertamente, pero esto no es excusa para permitirlo aquí. Sobre el grado de discriminación en la sociedad, para mí no hay diferencia entre racismo y discriminación, y en Holanda tenemos de los dos. A menudo lo que ocurre, tanto aquí como en Estados Unidos, es que la policía agrede a un ciudadano porque este no obedece, cuando lo que le puede pasar es que sufre algún problema psiquiátrico, y en lugar de recibir apoyo de otra índole, es multado o castigado. En Zwolle, en marzo, un chico negro en un supermercado comenzó a comportarse de manera extraña, se le veía confundido, los empleados llamaron a la policía y este al verla se asustó y salió corriendo. Los policías le dispararon y le mataron. Y sólo salió en las redes y en los medios después del asesinato de George Floyd.

«Holanda es un país tan organizado que a veces les puede el respeto a la norma, incluso para protestar. «

¿Qué lugar ocupa el judaísmo en su vida?

No soy religioso pero tampoco soy agnóstico. Forma parte de quién soy, crecí en ese entorno y me alegro de haber aprendido, por ejemplo, lo que es la Biblia, porque creo que no se puede entender el mundo en el que vivimos sin conocerla. Y Nueva York sigue siendo un lugar, afortunadamente, donde los orígenes no importan tanto. Recuerdo una anécdota sobre esto: era Yom Kippur, la noche más importante para la religión judía, y yo había quedado para cenar en un restaurante, sin pensar en celebrar nada. A la vuelta cogí un taxi, y un conductor que me dijo que era de Pakistán, me preguntó cuál era mi religión. Cuando le comenté que era judío, pero no practicante, respondió: pero ¿cómo no estás en la sinagoga? ¡es vuestra noche más importante! Esto es Nueva York, un señor musulmán recordándome mis tradiciones judías. La ciudad promueve esta sensación de comunidad, de vivir todos juntos compartiendo lo que nos diferencia, más como un sentimiento de hermanamiento que de crítica.

Selección de obras escritas por Arnon Grunberg. Foto: Alicia Fernández Solla

Hace dos años, usted se fue a pasar diez días a Lanzarote y no de turismo, cuéntenos su experiencia.

Una artista me propuso que pasara diez días en unas ruinas en la playa de Famara, escribiendo y viviendo allí, como parte de un proyecto artístico. Me pareció una idea muy atractiva así que accedí. Pero después de varios días de tormenta y de que mi portátil empezara a mojarse, tuve que irme de esa casa en ruinas. Lanzarote, su playa, me pareció tan silenciosa y oscura a la vez, que de alguna manera me hizo desconectar totalmente del resto del mundo. Me encantó la experiencia y la isla, sobre todo esa zona menos turística, tan cerca de África…me encantaría volver.

Esta no es la única experiencia que vive como cronista, también ha estado en otros muchos lugares en situaciones de lo más variopintas. ¿Qué le aporta este reporterismo a su trabajo como novelista?

Digamos que más que un periodista me siento como un testigo de lo que ocurre. Empecé muy joven a escribir novelas, la primera, Lunes Azules, se publicó en 1994. Después de diez años de llevar una vida de escritor, presentando mis libros aquí y allí, sentí que mi mundo se quedaba demasiado pequeño. Por eso decidí ir a Afganistán y después a Namibia, donde se sucede mi novela Tirza (llevada al cine). Se podría decir que más que escritor o reportero, me dedico a ser testigo de lo que pasa aquí y allí, para después transformarlo en una historia de ficción desde mi perspectiva personal. Quizás por eso nunca he escrito una novela histórica. Durante diez o quince días me sumerjo en un mundo totalmente nuevo para mí, y eso es tremendamente enriquecedor, son experiencias que cambian mi vida. A finales del año pasado viví en un circo y logré conectar mucho con ellos, acabamos siendo casi como una familia, y mantenemos el contacto. Ellos me abren los ojos, me transforman y yo también les cambio a ellos. Es una relación recíproca. También he vivido en un centro de detención de menores, en una celda, como los chavales que están allí. Fue una experiencia intensa que viví también como un gran privilegio, poder entrar en un lugar ajeno y que los que lo habitan te dejen pasar e incluso se animen a compartir contigo sus vivencias.