Hace un año que comenzó la pandemia y pocos términos se han criticado más en los últimos meses que el de resiliencia. Un concepto que se popularizó con el auge de las dificultades económicas durante la crisis del 2008 -aunque lleva siendo estudiado ya décadas- y que se ha convertido en un término cuestionado una vez se ha despojado de su disfraz tramposo con el que fue presentado en aquel entonces -junto con esa famosa frase de «en japonés crisis significa oportunidad»-. Las personas migrantes, sobre todo aquellas más vulnerables que ponen su vida en riesgo -y a veces la pierden- cuando emigran, hemos oído varias veces esta frase. ¿Pero, es la resiliencia un resultado, un proceso, o algo impuesto por las circunstancias? Yo propongo que, frente a fabricar personas resilientes, practiquemos la compasión.

¿Resiliencia o adaptación?

El lunes empezaremos una nueva vida, seremos como tenemos que ser y no como somos. (…) Obedeceremos a pies juntillas todas las normas, nos comportaremos como es debido y haremos todos los deberes: los que nos han impuesto y los que nos hemos inventado nosotras mismas para ser incluso mejores de lo que nos piden. (Najat El Hachmi, «El lunes nos querrán»)

Así comienza la novela de Najat El Hachmi, que cuenta la vida de una adolescente que con su familia emigra a un barrio «en la periferia de la periferia» de Barcelona desde el otro lado del Estrecho. Habla precisamente de este conflicto entre la necesidad de adaptarse y querer seguir siendo una misma a la vista de las diferencias culturales, pero no sólo eso: también de las dificultades económicas y sociales que la rodean.

Recuerdo que cuando descubrí el término resiliencia me atrajo su definición. Resiliencia es la característica física que tienen algunos materiales para volver a su forma anterior cuando han sufrido un daño. No hablamos de resistencia, pues esta es una característica que permite al material aguantar casi cualquier daño sin sufrir modificación alguna. Hablamos entonces de la capacidad, en este caso de los seres humanos, de adaptarse a las dificultades, aprender de ellas e incluso salir reforzado. No cabe duda de que la teoría es atractiva. Van Breda (2008), escribe que «la teoría de la resiliencia tiene su origen en el estudio de la adversidad, y su interés en cómo las experiencias adversas de la vida impactan en las personas». Al fin y al cabo, si el sufrimiento es parte de la vida todos querríamos saber cómo aprovecharlo en nuestro beneficio, ¿verdad? Sin embrago, muchos tenemos la impresión de que el término resiliencia se utiliza sólo para hablar de personas que acarrean dificultades de origen sistémico desde siempre.

Resiliencia como instrumento que culpa

Hace poco leí un titular en un periódico español. La pronunciaba un psiquiatra: «el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional». Recuerdo que no sólo me pareció una frase obscena en plena pandemia, sino que además pensé en el flaco favor que nos hace a los psicólogos esta clase de afirmaciones. Y por supuesto, pensé en cómo se debieron sentir las personas que están sufriendo al leer esa frase.

La escritora Jami Attenberg se mudó a Nueva Orleans tras la tragedia del huracán Katrina, y preguntó a sus amigas acerca del término resiliencia. Una de ellas dijo que «hace recaer sobre la persona la responsabilidad de arreglar las cosas que deberían ser una prioridad cívica». Mientras que la definición del ilustre psiquiatra culpa -veladamente, como siempre que se utiliza el conocimiento para atacar- a las personas por sufrir, la definición de la vecina de Nueva Orleans nos libera, nos abraza y nos dice «no estás sola». Es decir, pone en práctica la compasión en lugar de la resiliencia.

Leo un artículo de Isaac Rosa en elDiario.es que ha sido compartido múltiples veces en redes sociales precisamente porque resuena con el ánimo que muchos experimentamos desde hace meses. De hecho, como psicóloga me siento, además, interpelada. Y yo abrazo esta interpelación. Por un momento me pregunto si es necesario escribir sobre nuestras emociones durante la pandemia, intentar proveer de una palabra que no me gusta: consejos. O peor aún: tips. El artículo de Isaac Rosa me hace plantearme mi rol profesional durante la pandemia, y el término ¨profesional de la salud mental¨ de repente me parece vacío y a la vez demasiado amplio. Desconocido y vacío. ¨Estoy cansado de que le pongan nombre clínico a mi cansancio: fatiga pandémica¨, dice Rosa. Los psicólogos generalmente salivamos cual perro de Pavlov ante un término o mejor aún, ante un acrónimo. El artículo de Isaac Rosa nos dice: no estás solo, y yo estoy aquí para contártelo no para que te sientas mejor, sino para acompañarte. Eso es ser un ser compasivo en lugar de un ser resiliente.

Por qué prefiero la compasión

Muchos de nosotros relacionamos el término compasión con la religión. Sin embargo, en la práctica este término está muy alejado de cualquier connotación religiosa. Russell Kolts define la compasión como un concepto que implica dejarnos conmover por el sufrimiento y experimentar la motivación para ayudar a aliviarlo y prevenirlo. Prefiero la compasión porque no requiere que el sufrimiento no exista -porque existe-; porque no culpa a quien sufre -porque no es culpable-; porque no pone el peso de solucionar los problemas en el individuo solo -porque también hay que mirar al entorno y al sistema-; porque reconoce la compleja tarea que comporta el ser humano. Prefiero el término compasión y trabajo con sus herramientas porque sé que no estamos solos ante el sufrimiento, que nos une una humanidad compartida cuya conciencia es lo único que puede hacer que, en lugar de adaptarnos, cambiemos lo que necesita ser cambiado.

Bibliografía y lecturas de interés:

  • Van Breda, A. D. (2018). A critical review of resilience theory and its relevance for social work. Social Work, 54(1), 1-18.
  • Joseph, J. (2013). Resilience as embedded neoliberalism: a governmentality approach. Resilience, 1(1), 38-52.
  • El lunes nos querrán, Najat El Hachmi. Ed. Destino, 2021