Si no me lo hubieran propuesto, posiblemente no hubiera decidido motu proprio escribir un artículo sobre la guerra en Ucrania. Se supone que mi punto de vista como psicóloga podría arrojar algo de luz sobre los sentimientos de impotencia que invaden a muchas personas cuando se preguntan de qué forma podrían ayudar. No saben cómo hacerlo, o cualquier tipo de iniciativa personal les parece insuficiente.

Pienso que la idea de escribir este artículo nunca hubiera surgido de mí porque yo misma siento esta impotencia, incredulidad, rabia y desconocimiento acerca de cómo ayudar a las 50.000 personas ucranianas que el gobierno holandés va a acoger temporalmente. Pero como además de ser psicóloga me dedico a algo tan bonito como escribir, descubro cuando mi mano coge el bolígrafo que esta acción me ayuda a poner mis creencias en orden, a recuperar mi centro y a abandonar la lucha. Así que tengo que agradecerle a esta propuesta el ejercicio de reencuentro con mis dudas que pretende ser este texto.

Primero, reconocer

No sé cómo ayudar a las personas que ahora mismo están escapando de una casa en llamas, por calles desoladas. Hasta hace poco no sabía cómo ayudar a las personas que han llegado a Países Bajos sin saber cuándo ni cómo volverán, ni cuál será el estado de su país cuando lo hagan. Esto me crea un conflicto, porque se supone que yo ayudo a personas a encontrar un camino de vida valioso. Desde que comencé a leer la última hora sobre esta guerra, perdí la noción acerca de qué era un camino valioso.

Hace algunas semanas decidí dejar de leer las noticias de forma compulsiva. Desde los primeros días de la invasión, la web del periódico que leo normalmente era lo primero que abría por las mañanas. Acababa llorando, y además sintiéndome mal por ello desde mi sofá con el móvil en la mano. Después, a intentar continuar con mi día. Noté que esta conducta se estaba convirtiendo en compulsiva cuando caí en la cuenta de que leía las noticias en busca de algún resquicio de esperanza -una mediación, una llamada, una reunión, un paso atrás- que nunca apareció. Tomé la decisión consciente de no leer más después del bombardeo del hospital materno-infantil en Mariupol.

Dudas existenciales

He pasado por muchas fases desde que comenzó esta guerra hace ya un mes. Pasé por la etapa de negación muy al principio cuando creía que algo así no pasaría y que todo quedaría en una dificultad administrativa y diplomática. Pasé por otra fase de intentar convencerme de que otra guerra era imposible -un conflicto de este calibre a unos miles de kilómetros de Países Bajos. He de reconocer que me hundí emocionalmente durante varios días. Me compré un libro de relatos de Chejov y los diarios de Franz Kafka. Sin embargo, con nada lograba entender lo que estaba pasando. Escuché y secundé las críticas que desde muchos flancos señalaron la hipocresía de la Unión Europea ante su apertura de puertas a refugiados ucranianos cuando hacía sólo unos meses parecía que no podía albergar a ningún refugiado más -véase sirios, etíopes, marroquíes y un largo etcétera-. Me perdí aún más tratando de entender el mundo en el que vivo.

Empecé a cuestionarme qué sentido tenía mi práctica de Mindfulness, tanto personal como profesional. Había personas a pocos miles de kilómetros yaciendo en el suelo con sus maletas aún en la mano. Eran visiones imposibles de digerir para mí en ese momento. Dudo que sean imágenes digeribles en momento alguno. Hubo días en los que ni siquiera podía leer nada que tuviera que ver con teoría psicológica o con Mindfulness. Mi práctica de meditación diaria también se vio afectada. No podía sentarme a meditar sin juzgarme duramente después. Llegué a creer que tal vez estaba bajo la influencia de la luna llena en Virgo. Llegué a compartir esta teoría de la luna llena con mis alumnos en la universidad, que me miraron atónitos.

La vulnerabilidad como humanidad compartida

Después de todo este proceso más bien rápido y caótico, lo único que he conseguido ha sido llegar a una conclusión algo simplista. Creo que esta guerra nos pone frente a frente con nuestra insignificancia y a la vez con nuestra grandeza como humanidad. Porque a la vez que leía y veía las fotos de la desgracia, veía y veo los coches que parten hacia las fronteras para rescatar a familias, leo acerca de las organizaciones que reparten comida, o sé de vecinos que ofrecen una habitación. O de los que llevan una manta o una cuna al centro de acogida de su localidad. O de los que organizan una comida para que familias ucranianas puedan conocer a otras personas y ofrecer un mínimo de normalidad en este caos. Ofrecer un mínimo de normalidad.

Una semana después de mi renuncia a leer las noticias, llegó a mis manos el libro Vulnerabilidad del filósofo Miquel Seguró. Este libro trata sobre la característica básica de la humanidad. Preguntar, dudar, son las acciones que realmente nos hacen humanos. Aparecer cuando ni siquiera sabes lo que va a haber al otro lado. Como a mí los libros me guían, son mi brújula, comencé a darme permiso para dudar y para no estar segura. Comencé a permitirme sentir la incongruencia y observar la falta de lógica que me rodea. Me di permiso para habitar la duda. Me quedé con la frase que un alumno mío compartió hace un par de días en el grupo de Mindfulness: la práctica me ayuda a conectar conmigo mismo cuando me siento bien, y a quedarme con los pies en el suelo cuando estoy mal.

Aún hoy sigo construyendo esta casa de paredes de cristal. De momento he ofrecido mis servicios como psicóloga -y como persona- en el ayuntamiento de mi ciudad, por si pudieran ser útiles. He leído que también necesitan mantas, cunas de bebé y calentadores de biberones. No sé si mi ayuda es suficiente, pero seguramente no será cualquier cosa.