Holanda ha sido reconocida entre otras cosas por sus arquitectos y por algunos edificios que, en diferentes épocas, han sorprendido al mundo por su originalidad y atrevimiento. Por ejemplo, seguramente conocerás las famosas casas cubo de Róterdam, un barrio de viviendas en forma de cubos girados y apoyados sobre una de sus aristas que forman un bosque construido en el centro de la ciudad. Lo que posiblemente no sepas es que ese proyecto surgió no solo de la creatividad del arquitecto Piet Blom sino del esfuerzo de todo el país por romper con la enorme homogeneidad urbana, la pérdida de identidad y la alienación de la arquitectura a la que habían abocado décadas de planificación centralizada y construcción masiva de viviendas.

Fuera de los pintorescos centros históricos y de alguna que otra excepción arquitectónica, las ciudades holandesas, sus barrios y zonas residenciales, son en realidad bastante monótonas y aburridas. Especialmente si nos enfocamos en lo construido después de la Segunda Guerra Mundial, que es cuando realmente el país se desarrollaría. El paisaje urbano habitual es el de los barrios suburbanos de casas adosadas que se repiten hasta el infinito, zonas de oficinas e industriales con edificios estériles y anodinos donde se trabaja, a los que se suman supermercados y polígonos comerciales de muebles y artículos para el hogar que son el reino de los aparcamientos y la anonimidad. No importa la época en la que se haya construido el barrio, o en que región del país nos encontremos, el esquema se repite.

Desde comienzos del siglo XX el crecimiento de las ciudades holandesas estará completamente dirigido desde el Estado y el diseño de las viviendas y su construcción se concentrará en muy pocas manos. Así, las iniciativas de baja escala, como la de construir tu propia casa con un arquitecto o la del pequeño inversor que realiza un bloque de viviendas, quedarán virtualmente fuera de juego. Como consecuencia, esta manera de hacer ciudad acotará finalmente las posibilidades de variedad e individualismo que habitualmente se dan en ciudades que crecen de manera más orgánicas, donde además las particularidades regionales van dando identidad propia a la ciudad que se va formando.

Esta manera de hacer ciudad ha tenido muchas consecuencias positivas, como una cierta democratización social, derivadas de poder ejercer un control total sobre lo que se construye y cómo se construye. De esta forma fue creciendo en Holanda una cultura del diseño y de la construcción centrada en resolver siempre grandes proyectos, lo que también fue generando a lo largo y ancho de todo el país una enorme homogeneidad en todas las escalas. Desde los perfiles urbanos a la planta de las viviendas, desde la materialidad de las fachadas a las terminaciones interiores de una vivienda, cada época produjo soluciones que se aplicaron repetidamente y de la misma manera por todo el país. Esta homogeneidad permitió optimizar los procesos de diseño y de construcción en armonía con las innovaciones arquitectónicas y urbanas. Pero también ha sido a costa de perder lo que más nos fascina de las viejas ciudades, su identidad, diversidad y lo orgánico de su constitución. En síntesis, las ciudades y la arquitectura holandesa fueron perdiendo lo inesperado y el detalle.

Un barrio de viviendas recientes en Uithoorn. Foto: Susana Aparicio Lardiés

Los arquitectos toman la palabra 
Esto no ha pasado desapercibido a los arquitectos que una y otra vez han salido a criticar la forma en que se hace ciudad en Holanda. Esos momentos han quedado plasmados en libros, exposiciones, edificios y hasta barrios enteros construidos. Las famosas casas cubo o casa árbol de Róterdam, para volver al ejemplo del comienzo, forman parte de uno de estos momentos. Es a finales de los años sesenta cuando una nueva generación de arquitectos comienza a rebelarse contra la manera de construir de ese momento, mayormente caracterizada por la construcción industrializada y por el rechazo a la ciudad tradicional. Ese pequeño grupo de profesionales jóvenes y críticos lograrían influir para que el gobierno holandés, a través de concursos para arquitectos jóvenes, desarrollase un programa para experimentar con nuevos tipos de viviendas y también de configuraciones urbanas. El resultado: entre 1968 y 1977 el Estado construyó cerca de 70 de esos proyectos de barrios experimentales por todo el país. Pero la realidad de aquel momento, de necesidad de vivienda y crisis económica, sumadas a la especulación inmobiliaria, superaría los idealistas principios de esa generación de profesionales y Holanda volvería a llenarse de miles de viviendas iguales, aunque esta vez con estilos más cercanos a las ideas renovadoras del momento.

Unas décadas mas tarde, a fines de los noventa, la historia se repite. El arquitecto Carel Weeber, entonces presidente de la BNA, la asociación holandesa de arquitectos, publica “Het Wilde Wonen” que se traduciría como “El habitar salvaje”. El libro encierra una fuerte crítica a la forma centralizada de construir en Holanda y aboga por una total libertad para los habitantes de decidir sobre su entorno. Con esto asestaba un golpe al corazón del sistema, pero sin embargo, el manifiesto de Weeber quedó solo en discusiones académicas. Pronto, el contexto político, marcado por la caída del muro de Berlín y el Consenso de Washington, daría sustento a las ideas de Weeber de reducir la influencia del Estado y aumentar el poder de decisión de los individuos en la conformación de la ciudad holandesa. Así fue como, unos años más tarde, un nuevo experimento se realizó bajo la inspiración de las ideas de Weeber. En un juego de palabras, el “El habitar salvaje” (Het Wilde Wonen) de Carel Weeber se transformó en “El habitar deseado” (Het Gewilde Wonen), bautizando así una exposición de arquitectura y vivienda en 2001 de la que resultó otro experimento urbanístico: Eilandenbuurt, un barrio completo en la ciudad de Almere. La idea era estudiar las posibilidades de participación de los habitantes en el diseño de las viviendas. Por medio de concursos de arquitectura se convocó de nuevo a los jóvenes profesionales para renovar la visión de la arquitectura y las ciudades.

El barrio Eilandenbuurt en Almere. Foto: Almere in Beeld

En ese ánimo de renovación y de individualismo que irradiaba en el nuevo siglo XX surge el proyecto de renovación del antiguo puerto de Ámsterdam. En el nuevo barrio Borneo Sporenburg destacaron entonces las calles con viviendas individuales diseñadas por los arquitectos más famosos de Holanda. Una vez más, se hacía un gran esfuerzo por romper con décadas de homogeneidad urbana.

Pero lamentablemente, como en el mito de Sísifo, todo volvía a repetirse. Era la época en la que se construían cientos de miles de viviendas en los barrios llamados Vinex, por la ley urbanística que los había posibilitado. Borneo Sporenburg había sido una especie de barrio modelo o prototipo para probar allí las ideas. Pero el resultado general sería, de nuevo, el de una enorme monotonía urbana que recorrerá todo el país, donde la realidad de conseguir construir viviendas a precios razonables hizo que el diseño quedara solo en gestos superficiales y decorativos.

Tanto el programa de 1968 como los de Almere y Ámsterdam tuvieron la intención de romper con la homogeneidad de la construcción de viviendas en Holanda en favor de una mayor diversidad y participación de los habitantes en el proceso creativo. Pero lejos de encontrarse soluciones sostenibles en el tiempo, el tema vuelve una y otra vez a la mesa. La fuerte cultura de centralización en la industria de la construcción y también del diseño, regidos en gran medida por las estrechas posibilidades que permite el mercado de la vivienda, siempre se terminan imponiendo sobre cualquier otro interés.

Viviendas llamadas Vinex. Foto: Susana Aparicio Lardiés

Las cosas han ido cambiando y aquella realidad, primero dominada por la industrialización tecnológica y después por la especulación económica, que doblegó todos los intentos de romper con la monotonía de las ciudades holandesas, está comenzando a dar señales en otro sentido. Con sociedades cada vez más diversas, individualistas y exigentes con su entorno, hoy se han abierto muchas más posibilidades a la experimentación. Los grandes proyectos del pasado han dado lugar a otros más pequeños, de menor escala, y comienzan a surgir así naturalmente las diferencias de todo tipo que enriquecen el paisaje urbano. Por otro lado, la disponibilidad de terrenos para construir es cada vez menor y está más fragmentada, lo que hace surgir nuevos desafíos como la reconversión de edificios existentes y la actuación en entornos consolidados. Esta vez, más por necesidad que por deseo, los ejemplos tradicionales de la ciudad histórica, con toda su complejidad y diversidad han vuelto a la mesa de dibujo del arquitecto y a los despachos de los políticos. No ya como una cuestión estética, sino por lo que esos núcleos urbanos pueden seguir enseñándonos hacia el futuro. Porque tras siglos en pie y funcionando, siguen siendo los organismos artificiales más complejos y exitosos que ha logrado construir el ser humano en su historia.