Llegaron al puerto de Róterdam entre marzo y junio de 1951, repartidos en doce barcos. Alrededor de 12.500 personas abandonaron sus pueblos y ciudades de origen en las islas Molucas, un archipiélago con más de mil islas al este de Indonesia, dos años después de la guerra de la independencia entre su país y Holanda. Procedentes la mayoría de Ambón, la localidad más poblada, eran los soldados que habían luchado en el Ejército Nacional Indo-Neerlandés (KNIL), contra sus compatriotas y bajo la bandera neerlandesa. Ante la promesa de una vida mejor, se embarcaron en un viaje con pasaje de ida, cuya vuelta imaginaria alimentó su nostalgia durante las décadas posteriores. Esta es la historia de dos hermanos, Willem y Mietji Hully, y junto a ellos la de miles de personas que por circunstancias ajenas, se han encontrado, durante casi 70 años, en tierra de nadie. Represaliados por sus compatriotas, ignorados por sus colonizadores e incomprendidos por el resto de molucos, los que se fueron nunca deshicieron las maletas del todo. Su equipaje ha sido testigo de los años vividos en un antiguo campo de retención nazi, aislados del mundo exterior; han ocupado un sitio preciado en los barracones prefabricados a los que sus dueños fueron trasladados posteriormente; ya en las casas de los barrios marginales, construidos solo para molucos, se han llenado de ira, de rabia, justificando los actos terroristas que en los setenta sembraron el miedo en Holanda; y muchos años después, siguen bajo la mesa de la generación posterior, a quienes el frío húmedo de Drenthe ya no les duele tanto, ni penetra en sus huesos de la manera que lo hizo en sus padres, aquel 21 de marzo de 1951, a bordo del Kote Inten que amarró en el puerto de Róterdam.

Primera parada: un antiguo campo de concentración nazi

«Yo nací aquí, barracón 40, habitación 9», nos cuenta Meitji Hully, la quinta de ocho hermanos, señalando una elevación alargada del terreno cubierto de hierba donde hace cincuenta años se mantenía en pie uno de los barracones de Schattenberg, el segundo campo de molucos más grande del país, situado en la provincia de Drenthe. Hasta este lugar en medio del bosque fueron trasladadas 2.500 personas en la primavera de 1951, entre niños, mujeres y los hombres soldado quienes, como todos los demás, recibieron la noticia de su despido inmediato del ejército holandés nada más poner pie en los Países Bajos. Al parecer, el ministerio de Defensa no podía emplear a soldados que no tuvieran la nacionalidad holandesa. Y ellos, por el momento, eran todos indonesios. Hombres jóvenes, que sólo conocían la vida castrense, «debían, de repente quedarse en este lugar, sin trabajo, en un antiguo campo de concentración que les recuerda a los de los japoneses, donde muchos fueron retenidos durante la guerra de independencia, teniendo que participar en tareas como el cuidado de los hijos, ajenas para ellos, y sin posibilidad de hacer nada salvo esperar, ya que recibían una paga y la manutención corría a cargo del Gobierno» relata Guido Abuys, conservador del museo Westerbork, el lugar que después de la Segunda Guerra Mundial pasaría a llamarse Schattenberg para acoger a los indo-holandeses primero y a los molucos después. Así, en los mismos barracones de madera donde entre 1942 y 1945 pasaron sus últimos días en Holanda ciudadanos de origen judío y gitano, como Anne Frank, cientos de familias molucas vivieron entre siete y veinte años. Hasta dos décadas, junto a las vías del tren que seguían funcionando y que años atrás transportaban vagones abarrotados desde Westerbork a los campos de exterminio nazi en Alemania y Polonia. Hasta dos décadas, conviviendo de vecina con la hija del oficial nazi de la SS, Albert Konrad Gemmeker, el comandante que desde su casa, justo fuera del recinto de los barracones, decidía quien subía al tren cada martes, en esta puerta al infierno que ahora cambiaba de nombre con la ilusa intención de borrar la historia.

Para los «negritos», como les denominaba el periódico local, la vida en Schattenberg transcurría dentro del perímetro de la alambrada de espino. No estaban encerrados, pero no tenían manera de salir ni nada que les esperara fuera. Si bien en ocasiones iban a Assen a hacer algunas compras, todo se había organizado dentro de este recinto aislado del exterior. Junto a los barracones que servían de viviendas, había una cocina central, una iglesia – las islas molucas son en su mayoría de religión protestante- una escuela, una clínica y algunas tiendas. «Nosotros los niños crecíamos felices aquí, éramos libres para jugar por el bosque, todo el tiempo al aire libre, y no había ningún peligro, salvo cuando enfermábamos o se oían las palizas de algunos hombres a sus mujeres e hijos» cuenta Mietji mientras caminamos por el lugar. Ella padeció disentería, al igual que muchos otros en Schattenberg, y el frío se llevó por delante a demasiados niños pequeños. Si bien las condiciones de salud y vivienda en el resto del país, poco después de acabar la guerra, seguían siendo muy deficientes, los llamados «años de la crisis«, en los que uno de cada cuatro holandeses no tenía empleo, empezaban a disiparse. Holanda entraba en un período de crecimiento que repercutiría en el bienestar de la población, una mejora que no se trasladó a Schattenberg ni al resto de campos de molucos. «Teníamos una habitación de tres por tres metros cuadrados y otro cuarto con literas donde dormíamos mis padres y nosotros, los cinco hijos. Yo compartía la cama con mi hermana. A ambos extremos del barracón había un lavabo y un váter, para las veinte familias o así que vivíamos aquí. El agua caliente había que ir a buscarla a los tres grifos que estaban repartidos por Schattenberg. Cada mañana, yo tendría unos siete años, debía ir con un cubo a recoger diez litros de este agua caliente, la mitad se me caía por las piernas, ¡yo era muy pequeña y ese maldito cubo pesaba mucho!» nos cuenta Mietji mientras señala el espacio en el que vivía con su familia, dentro del único barracón que puede visitarse en el actual museo Westerbork y que es una réplica de los orginales.

Siete años de paso

Mientras para los niños Schattenberg representaba una vida tranquila e incluso divertida, para los adultos, este era un lugar de paso, donde la incertidumbre y la desesperanza se compartían en comunidad, soñando con volver a Ambón y, al mismo tiempo, peleándose por ocupar el lado soleado del barracón, una elección nimia en apariencia pero que podía llegar a marcar la diferencia entre enfermar y no hacerlo, entre dormir en sábanas secas o húmedas, tal y como describe Guido Abuys. «Los barracones estaban hechos de madera sobre una base de cemento, una estructura temporal pensada para durar un par de años. Después, durante la guerra, se construyeron el resto de barracones que debían servir para concentrar al mayor número posible de personas, sin atención de ningún tipo a la humedad o al frío. Hay que recordar que este lugar era el paso anterior al campo de exterminio. Esta idea de temporalidad se le trasladó también a los molucos, a quienes se les dijo que aquí se quedarían seis meses como mucho». Esos seis meses se convirtieron, para la mayoría, en siete años, y en veinte para los más indignados que no querían colaborar con el gobierno holandés cuando este decidió desalojar el campo. «Algunos no podían dejar pasar los años sin hacer nada y se ponían a trabajar en las granjas cercanas. Pero para la mayoría buscar trabajo tenía otro significado más profundo: el de asumir que se quedaban aquí, que su estancia no era temporal. Sentían que debían hacer al Gobierno responsable de su situación y si se ponían a trabajar dejaban de ser una carga para el Estado». Esta dualidad, la de integrarse pero no demasiado, les acompañaría toda su vida.

El tiempo iba transcurriendo y los niños aprendían neerlandés, la iglesia los mandaba a familias holandesas a pasar parte de las de las vacaciones de verano y los mayores iban al instituto a las ciudades cercanas de Assen y Beilen. Mientras, la situación política en su región de origen no dejaba de empeorar. Tras la declaración de independencia de Indonesia en 1949, las islas Molucas del sur iniciaron un movimiento secesionista que acabó con la autoproclamación de una república con capital en Seram, derivando en un conflicto armado que duró hasta 1963. A mediados de los años cincuenta, mientras la segunda generación se criaba en los Países Bajos, sus padres, los antiguos soldados del ejército colonial, se organizaban para apoyar a la nueva República de las Molucas del Sur (RMS) cuyo gobierno en el exilio se estableció en los Países Bajos. Además, al no haber vuelto a Indonesia en los dos años posteriores a su salida, habían perdido la nacionalidad. Los 12.500 molucos que vivían en ese momento en Holanda se habían convertido en apátridas. «Los hombres lo habían perdido todo, su orgullo, su futuro, su país y las mujeres sufrían la violencia de sus parejas que en muchos casos se refugiaban en el alcoholismo. Había fricciones por diferencias ideológicas, de política, de religión…la situación era durísima» explica Guido.

El aislamiento forzado y las tensiones dentro del campo volaron por los aires de repente, una mañana del 18 de marzo de 1958. Un incendio en el barracón 62 se extendió rápidamente a otros dos, destruyendo los tres y afectando un cuarto. «La gente corría y se oían gritos, yo estaba en la escuela y nos ordenaron volver a casa pero no por el camino principal. Tuve que dar un gran rodeo y estaba todo oscuro por el humo. Cuando llegué a mi barracón no había nadie, mi madre había empaquetado rápidamente algunas cosas y estaba llevando a mis hermanos y a mi hermana a la guardería del campo. No verles me asustó mucho. Fue un gran incendio y las sirenas de los bomberos estuvieron todo el día sonando» relata Mietji en el podcast Kamp Schattenberg que el archivo de Drenthe produjo con motivo del setenta aniversario de la llegada de los molucos a Holanda. El incendio marcó un antes y un después en la vida de estos molucos en Holanda. Hacía casi una década desde que el país había perdido su colonia y el Gobierno empezaba a asumir que la situación de este grupo de inmigrantes ya no era temporal. Invirtió en la construcción de más de noventa centros de acogida repartidos por todo el país y a comienzos de la década de los sesenta, las familias se vieron obligadas a abandonar Schattenberg y otros antiguos campos de concentración para iniciar una nueva vida en otro lugar, «muy parecida a la que dejaban atrás, porque las casas seguían siendo de muy mala calidad, llenas de humedades, y el Gobierno seguía encargándose de nosotros, lejos de la vida normal del resto de la gente» detalla Mietji. Ella y su familia se marcharon, al igual que la mayoría, pero otras 150 familias se negaron y permanecieron en Schattenberg hasta 1971, en unas condiciones muy precarias ya que el campo dejó de mantenerse.

Segunda parada: los centros de acogida

El hermano pequeño de Mietji, Willem, nació en Vaassen, el centro al que a su familia le tocó mudarse en 1959. Seguían habitando el mismo espacio que en Schattenberg, dos cuartos de apenas diez metros cuadrados. Y la familia había crecido. Ahora eran ocho hermanos. Vivieron allí solo dos años, mucho menos que la mayoría la cual, o se quedó en Schattenberg, o permaneció en los centros de acogida hasta 1974. Mietji recuerda tener unos diez años cuando se mudaron a uno de los primeros barrios de viviendas construidas solo para los molucos, donde pasaron un tiempo hasta que en septiembre de 1969 finalmente llegaron a Bovensmilde, el lugar en el que todavía hoy viven ella y gran parte de sus hermanos. En Vaassen los hombres debían ponerse a trabajar, después de un parón de casi diez años. Las mujeres, por su parte, seguían sin hablar neerlandés y su vida fuera del centro dependía de que uno de los hijos hiciera de traductor, en el dentista o en la peluquería, para cualquier gestión rutinaria. Lo que iba a ser el paso anterior a la integración en la sociedad holandesa, de nuevo, duró demasiado tiempo. En los 92 campos de acogida repartidos por todo el país, los inmigrantes molucos vivieron desde 1959 hasta 1989, cuando fue desalojado el último de ellos, en Vught.

A lo largo de estas tres décadas, las familias fueron poco a poco mudándose a los barrios con viviendas «de verdad», dejando atrás las de madera para instalarse en las de ladrillo, un paso que simbolizaba alejarse más de la idea de volver a Ambón. «Siempre con la maleta lista. Hasta que fui adulta viví mi vida con esa sensación de temporalidad» confiesa Mietji. El 14 de octubre de 1976, el centro de Vaassen fue desmantelado y las 133 familias que vivían en él fueron sacadas a la fuerza. La escalada de violencia que se vivía en la comunidad moluca en Holanda, durante los años setenta, hacía temer que los jóvenes escondían armas en sus casas, por lo que el Gobierno decidió entrar con el ejército, armado y con tanques, obligando a los residentes a salir de sus casas sin mediar palabra, de manera totalmente repentina. Las armas no aparecieron y cientos de personas fueron trasladadas, contra su voluntad, y por tercera vez, a otro lugar. Se negaron a separarse, muchos llevaban más de veinte años conviviendo juntos, la vida del barracón une. Al igual que la familia Hully, la mayor parte fue a parar a uno de los tres barrios molucos más numerosos del país, todos cerca de Assen. Allí cada uno tenía casa propia, el colegio quedaba a pocos metros y todos se conocían. Si para los molucos en Holanda los años cincuenta y sesenta estuvieron marcados por el aislamiento forzado, los setenta quedaron señalados por la violencia terrorista, el paro, la marginalidad y por un aislacionismo elegido.

 

En la década de los setenta se sucedieron los siguientes actos terroristas, perpetrados por jóvenes molucos agrupados pero sin una estructura definida, quienes demandaban a Holanda el reconocimiento de la República de las Molucas del Sur:

31/08/1970 – 33 jóvenes molucos ocupan la embajada de Indonesia en Wassenaar con motivo de la visita de Estado del presidente indonesio Suharto. Muere un policía.

03/03/1975 – Intento fallido de secuestro de la Reina Juliana.

02/12/1975 – Siete jóvenes secuestran durante 12 días un tren que se dirigía a Groningen desde Zwolle. Los pasajeros son tomados como rehenes y tres son asesinados, entre ellos el maquinista.

04/12/1975 – Siete molucos toman el consulado de Indonesia en Ámsterdam durante 15 días. Una persona es asesinada. Los terroristas del tren y del consulado son condenados a 14 años de prisión.

23/05/1977 – Nueve molucos secuestran un tren en De Punt (Drenthe), tomando 54 rehenes. Ese mismo día, cuatro terroristas toman el colegio de primaria de Bovensmilde y secuestran a los 105 niños y a los 5 maestros que se encontraban allí. Ambos secuestros duran tres semanas, hasta que el Gobierno decide intervenir por la fuerza. Mueren seis terroristas y dos rehenes en el tren.

13/03/1978 – Varios jóvenes molucos ocupan la casa provincial de Drenthe en Assen, tomando 72 rehenes y matando a dos de ellos. Un peridista resulta herido de gravedad.


Tercera parada: Bovensmilde

Estamos en una de las viviendas construidas en los años sesenta para los molucos que dejaron los centros de acogida. De dos plantas y jardín trasero, es la casa de Willem Hully, y se encuentra en una calle paralela a Jasmijnstraat, la de sus padres. Está casado con otra mujer de origen moluco y tienen un hijo adolescente que ha decidido seguir sus pasos y está estudiando Multimedia. Willem es técnico de imagen y sonido y desde hace varias décadas trabaja en la radiotelevisión de Drenthe. En 2017 la cadena emitió el documental que Willem había rodado sobre la historia de su familia, con motivo del 65 aniversario de su llegada a Holanda. El relato termina con una escena en la que su hijo recibe la noticia de que ha aprobado el examen de acceso a los estudios superiores. Como es tradición en Holanda, sale a la puerta de entrada y con la ayuda de su padre cuelga su mochila junto a la bandera en el asta que todas las viviendas tienen para las grandes conmemoraciones. La bandera luce roja, blanca y azul, pero también verde. Es la de la República no reconocida de las Molucas del Sur.

En el documental usted afirma que su padre le dio alas mientras su madre le dio las raíces. ¿A qué se refiere?

Willem: Para arraigar en un lugar, uno debe tener a su familia cerca y una casa en la que construir un hogar. Mi madre, a pesar de vivir en esas circunstancias tan excepcionales, sin hogar propio y con la maleta sin deshacer durante años, supo transmitirnos ese sentimiento de arraigo, a través de la idea de que los ocho hermanos debíamos permanecer unidos y ayudarnos los unos a los otros. Me sigue sorprendiendo que todos saliéramos bien, no era fácil. Para mi madre las raíces era la familia que ella construyó con su marido, nada más.

Ustedes nacieron y se criaron aquí, ¿qué sentimiento tenían acerca de las islas Molucas?

Willem: Es algo que llevo muy dentro pero que no sé explicar. Muchos de los molucos de segunda generación dicen tener nostalgia de las islas Molucas, cuando han nacido y han crecido aquí en Holanda. ¿Cómo es posible? Por nostalgia se entiende echar de menos algo que has dejado atrás. Eso no podemos sentirlo, pero sí tenemos una especie de emoción robada, la de echar de menos aquello que nos han transmitido nuestros padres. Ellos nos contaban constantemente historias acerca del pueblo del que venían, aquel puente que lo cruzaba o el árbol que todos conocían y los tipos de olores que impregnaban todo. Cuando fui por primera vez al pueblo, ya de adulto, y vi el árbol, ¡lo reconocí inmediatamente! Las historias de mis padres cobraron vida y yo sentí cómo ese árbol también me pertenecía a mí. La emoción nos fue transmitida antes que la imagen pero el sentimiento de nostalgia es el mismo que si hubiese ocurrido al revés. Nuestro apellido Hully es único en Holanda, solo nosotros nos llamamos así. Pero en aquel pueblo casi todos los habitantes se apellidaban Hully. Como te puedes imaginar el sentimiento de pertenencia fue enorme aunque no les conociera de nada.

Willem Hully en su casa de Bovensmilde, durante la entrevista. Foto: Alicia Fernández Solla

Mietji: Yo fui a las islas Molucas en 1987, después de los sucesos que ocurrieron aquí con la toma del colegio y el secuestro de los trenes. Quería conocer de donde veníamos todos nosotros, por qué se montaba tanto lío, qué significaba todo esto. Me fui tres meses, tenía unos 25 años, y me tomé esos meses sin sueldo. Entonces había mucha pobreza, se habían desarrollado, sí, pero de otra manera que aquí en Holanda. Nosotros vivíamos en el país de los colonizadores, para nosotros el pasado seguía formando parte de nuestro presente, algo que en la Indonesia de los ochenta ya no era así. Recuerdo que mi tía me echaba en cara que nos hubiésemos marchado.

¿Cuál era su postura frente a los actos terroristas de jóvenes molucos como ustedes?

Willem: Mi juventud estuvo marcada por la violencia, por la toma de la embajada de Indonesia en 1970, el secuestro del tren en 1975 y el siguiente en 1977. Uno de los que participó en este último tenía mi edad, era mi amigo, íbamos juntos a estudiar a Groningen y de un día para otro, pum, muerto de un disparo en la cabeza. Esto tuvo un efecto muy profundo en mí, me preguntaba ¿Es esto todo? La vida, ¿es esto? Había un cierto sentimiento de solidaridad hacia estos chavales violentos. Y yo también quería que la situación cambiara, quería poder tomar decisiones por mí mismo, lejos de este lugar sobreprotegido y controlado en el que habíamos crecido. Pero si me iba del barrio de alguna forma traicionaba la lealtad que los mayores habían depositado en mí y si me quedaba, la pregunta siempre estaba presente: y tú ¿por qué no vas con ellos? Era o blanco o negro, no podías no posicionarte sin más. Y no había debate, no se hablaba, las cosas se daban por hecho.

Mietji: Yo entendía sus razones, su rabia, pero no su violencia. Aquella era una época de mucha denuncia, de solidaridad entre comunidades que sufrían una fuerte discriminación, era la de los Black Panthers en América, un ejemplo para nosotros. Mientras aquí en Holanda los movimientos pacifistas del Flower Power y de Woodstock cobraron mucha fuerza, nosotros sentíamos que no se prestaba atención a estos otros grupos discriminados. Nuestra indignación, nuestro enfado, no se lo tomaba en serio nadie. Cuando me preguntaron si quería formar parte del movimiento feminista para las mujeres negras y viendo cómo estaban yendo las cosas con el resto de grupos de jóvenes, les dije que no. Entonces decidí que quería dedicarme al trabajo social y me formé para ello, aprendiendo a hablar con la gente, a liderar grupos de apoyo… y esto me salvó de haber tomado el otro camino, el de otros jóvenes como yo.

¿Cómo era la relación entre las comunidades moluca e indonesia en Holanda?

Mietji: En los años setenta los indonesios nos criticaban, y no les faltaba razón, decían que éramos unos violentos, siempre a la gresca. Pero nuestra historia era muy distinta a la suya: mientras a ellos les forzaron a integrarse en los sesenta, a hablar el idioma, nosotros seguíamos varados, encerrados, en los campos de concentración. Nuestra situación era temporal y nadie pensaba en nosotros. Hasta que después de tantos años nos trasladaron a todos a este barrio, Bovenswilde. El paro era muy alto y un fuerte sentimiento anti-holandés empezó a crecer. Yo tenía trabajo pero otros muchos no, la desesperanza era enorme, los jóvenes no tenían ningún futuro, sus padres les atendían pero nada más, había mucha frustración. Y así pasaron diez años antes de que se produjeran los actos violentos. Para entonces la situación de los indonesios aquí había cambiado mucho.

Si sus padres hubieran sabido lo que les esperaba en Holanda, ¿creen que se habrían quedado en Ambón?

Mietji: Mis padres no tuvieron elección. Echando la vista atrás, quizás sí, es probable que hubiesen pensado que esto no era lo que querían, ni para ellos ni para sus hijos.

Willem: Pero nuestro padre era muy pragmático y una vez aquí se dijo a sí mismo: vamos a sacar algo de provecho de todo esto. Quiso que nos integráramos, él fue un miembro muy activo de la comunidad y con los holandeses que conoció se llevaba bien. Hace unos años volví con mi suegro a su pueblo natal y allí se encontró con otro soldado amigo suyo, compañeros en el ejército colonial holandés. Él se había quedado. Entonces me contaron el caos que fue todo aquello: había dos barcos atracados para los soldados, en un puerto en Java, uno se subió en el que partió para Holanda y otro en el que volvió a Ambón. Y así se decidió su futuro, por una circunstancia tan fortuita como esa. Este otro hombre lo había tenido muy difícil todos estos años, en un pueblo tan pobre como en el que vivía, pero lo sentía como su hogar. Para mi suegro ese ya no era su sitio, era como si sus raíces siguieran echadas en un lugar que ya no existía.

Grupo de molucos en Tiel, en 1970. ©Ed van der Elsken Annet Gelink Gallery / Nederlands Fotomuseum

A partir de la década de los ochenta el Gobierno holandés hizo un mayor esfuerzo por reconocer la situación de las comunidades molucas en Holanda y por mejorar la relaciones entre su país y esta región indonesia. Se inauguró un museo de la historia de las islas Molucas en Utrecht – hoy museo Maluku en La Haya – y se acordó un plan para la creación de 1.200 puestos de trabajo para esta comunidad. Además, se aprobó la llamada prestación Rietkerk, por la cual los antiguos soldados del ejército colonial recibirían 2.000 florines anuales (unos 907 euros). El padre de Mietji, David Hully, fue uno de los 3.400 militares que obtuvo esta prestación. No obstante, todavía tuvieron que pasar varias décadas hasta que el Gobierno holandés reconociera sus años trabajados como funcionario al servicio del ministerio de Defensa neerlandés. David Hully había trabajado 25 años como soldado pero no tenía derecho a pensión. Finalmente, la agrupación que formó con otros compañeros logró llevar su demanda al Parlamento y sus derechos fueron reconocidos en 2007: todos ellos recibieron 3.403,55 euros. El reconocimiento llegó tarde y el camino fue largo y difícil. Entre los obstáculos que hubo que afrontar estaba el de solicitar la nacionalidad holandesa. «Recuerdo mucha discusión en casa entre mis hermanos y él. Ellos no entendían por qué después de meterse tanto con Holanda ahora iba a convertirnos a todos en ciudadanos holandeses» cuenta Mietji. «Ya no éramos apátridas pero tampoco ciudadanos de pleno derecho. Nuestro pasaporte era holandés pero de color rosa. Cuando íbamos a Indonesia de visita teníamos que ir a la Embajada para que nos lo controlaran. Tener un pasaporte holandés, de verdad, facilitaba todo, poder viajar, trabajar sin problemas, pero nos alejaba del sueño de nuestros padres».

Los molucos en Holanda, hoy

Tras el secuestro del colegio, por soprendente que parezca, las relaciones entre los habitantes molucos de Bovensmilde y sus vecinos holandeses empezaron a normalizarse: «el secuestro supuso un punto de inflexión para todos nosotros porque los niños que estaban dentro eran molucos y holandeses. Los padres lo sufrieron con la misma angustia y ya ninguno defendió esta acción por mucho que persiguiera una causa política en la que ellos creían» explica Mietji mientras paseamos por el lugar del suceso, hoy un centro cultural. Por esas aulas pasaron la segunda y tercera generación de estas familias, todos ellos se han criado juntos, pero su futuro ya no ha estado tan definido por la comunidad ni ha sido tan homogéneo como el de sus padres. Mientras muchos siguen viviendo en los 68 barrios molucos que quedan en el país, un tercio ha preferido seguir su vida fuera de ellos y solo dos de cada diez nietos han elegido una pareja de origen moluco, tal y como especifica el Centro Nacional de Estadística (CBS) en un amplio informe publicado en 2018 sobre su situación actual en los Países Bajos. «Mis hijos son mucho más fáciles y más amables que nosotros. La nuestra fue una generación de enrabietados» comenta Mietji Hully. Su hijo vive en La Haya, al igual que muchos otros jóvenes de la tercera generación que se han marchado a una gran ciudad pero siguen vinculados al barrio donde crecieron y no se pierden una celebración familiar o encuentro social que se organice. «Todos los primos se han tatuado un jazmín, un número 27 y dos estrellas, en recuerdo de sus abuelos y la casa en la que vivieron aquí, en Jasmijnstraat» nos cuenta Willem cuando su hijo pasa al salón y nos saluda. Y es que si bien todos ellos se sienten completamente holandeses, sus raíces molucas les aportan un sentido identitario de comunidad que el mundo globalizado de hoy y las redes sociales no hacen sino incentivar. «El interés por la historia de los molucos en Schattenberg ha aumentado considerablemente en los últimos años. Vemos cada vez más jóvenes que vienen aquí para conocer más tanto de lo ocurrido con la comunidad judía como con la moluca» detalla Guido Abuys.

La situación socio-económica de la comunidad moluca ha mejorado en las últimas décadas, reduciéndose la tasa de paro de un 40 por ciento en los años ochenta – más del doble que la media del país – a un 4 por ciento en 2017, prácticamente la misma que para el resto de la población. Pero los datos del CBS arrojan también otra realidad: su sueldo medio es un 21% menor que el de sus compañeros holandeses y solo tres de cada diez acceden a la universidad, una cifra que ha empeorado respecto de la segunda generación y que se encuentra por debajo de la media holandesa (un 42%). La mayor parte de estos nietos obtiene un grado medio de educación y el estudio concluye que «todavía existe una sobrerrepresentación de estudiantes de origen moluco en MAVO- formación profesional – y una infrarrepresentación en HAVO y VWO – educación superior-, también en relación con alumnos surinameses y antillanos». Por su parte, las mujeres molucas tienen menos hijos que las holandesas y un procentaje mayor trabaja a tiempo completo. Por último, el informe señala que los jóvenes de origen moluco suelen ser tratados como sospechosos de un delito en el doble de ocasiones que los de origen holandés, un tipo de discriminación que ocurre más a menudo si el joven vive en un barrio moluco.

En 2021 se han cumplido setenta años desde que los doce barcos procedentes de Ambón llegaran a Róterdam. Los medios de comunicación han cubierto ampliamente el aniversario y museos de todo el país han aprovechado la ocasión para recordar este episodio de la historia de Holanda. La tercera generación está exportando las tradiciones molucas fuera del territorio aislado que estos barrios han sido durante años. Cantantes de música tradicional moluca, artistas multidisciplinares… muchos quieren rendir homenaje a sus abuelos desde la confianza que les da sentirse holandeses de pleno derecho. «La edad media de este barrio está por encima de los 60 años, vivimos en una de las áreas del país que se está despoblando. Pero a mí esto me parecen buenas noticias, que la gente joven ya sea independiente para decidir su camino, algo que ni mis padres ni nosotros pudimos hacer» me cuenta Mietji mientras las dos charlamos sentadas en el banco de piedra que los vecinos construyeron tras el secuestro del colegio, y en cuyo mosaico de colores se lee «wij willen samen leven» (queremos vivir juntos).