Desde que estalló la guerra en Ucrania el pasado 24 de febrero, los países europeos han abierto sus fronteras a los más de tres millones de ucranianos, en su mayoría mujeres y niños, que ya han huido de su país. Los 1.500 kilómetros que separan La Haya de la frontera ucranio-polaca convierten a Holanda en un destino secundario, un final de viaje que por el momento muchos no eligen, a no ser que cuenten con conocidos aquí o que den con una de las múltiples iniciativas particulares que se han ofrecido a recogerlos. Ya son muchos los colegios que están recibiendo a nuevos alumnos ucranianos en sus aulas y las organizaciones que gestionan el alojamiento en casas particulares no dan abasto: Takecarebnb, la principal plataforma a nivel nacional, anunciaba a finales de la semana pasada que 16.000 familias se habían registrado para acoger a ucranianos recién llegados, una respuesta sin precedentes sobre todo si se tiene en cuenta que, en 2021, se habían inscrito 300 en esta red. Mientras, once de las principales oenegés han puesto en marcha una iniciativa conjunta para recaudar fondos, Giro555, con la que ya suman 137 millones de euros, una cifra récord solo superada por la alcanzada tras el tsunami de 2004 en el sudeste asiático (208 millones). El Gobierno, por su parte, se ha comprometido a dar cobijo temporal a 50.000 personas, tanto ucranianos de nacionalidad como aquellos que se encontraban en el país con un permiso de trabajo, un número de refugiados imposible de acoger en los centros destinados a ello, ya saturados desde la crisis migratoria de 2015. Centros de congresos, barcos, gimnasios, hoteles, y otros edificios municipales se han reconvertido en espacios de acogida urgente donde los más de 8.000 que ya están aquí pueden pasar unos días antes de ser trasladados a otra parte. En Ámsterdam, las 1.800 camas disponibles estaban prácticamente ocupadas en el momento de publicar este reportaje. Incertidumbre, rabia, desesperanza, dolor, son sentimientos que afectan a todo el que huye, venga del país que venga. Los exiliados ucranianos se han encontrado con una sociedad con los brazos abiertos, dispuesta a ayudarles y a protegerles. Pero el futuro incierto sigue llenándose de preguntas a las que nadie da respuesta: dentro de tres meses, en un país donde faltan viviendas ¿cómo se les asegurará casa a largo plazo y en qué condiciones?; las escuelas de primaria, con un profesorado bajo mínimos y exhausto tras la pandemia, se pregunta ¿cómo afrontaremos el reto de seguir dando educación de calidad para todos?

Pepijn Hentenaar es periodista y trabaja en programas de televisión como De Wereld Draait Door. Lleva años comprometido con la acogida de refugiados en Holanda, desde que en los años noventa fue enviado como soldado a la guerra de Yugoslavia y comprobó lo que significaba para los civiles perderlo absolutamente todo. Además, ha sido testigo directo de otras guerras y conflictos en Afganistán, Irak y el Líbano. «La respuesta actual, tanto de la gente como de las instituciones, está siendo tremenda, incomparable con la vivida en crisis anteriores, casi diría que algo cínica», confiesa en su casa cerca de Leiden mientras prepara el coche para salir hacia Zwolle, desde donde viajará a Polonia: «hay que aprovechar este momento y la gran disponibilidad que tiene ahora todo el mundo». Con un par de amigos idearon hace unas semanas la manera de traer a Holanda al mayor número de exiliados posible. Tras contactar con múltiples empresas de transporte, finalmente dieron con una dispuesta a proporcionar varios autobuses con conductor. El de esta semana es el tercer viaje que hacen, con la intención de ofrecer transporte hasta Holanda y alojamiento a unas 90 personas. «El ayuntamiento de Oegstgeest nos da 20 de las 60 plazas que tiene disponibles y una empresa de alojamiento vacacional recibirá al resto en un espacio estupendo en Heino, cerca de Zwolle» explica Pepijn. Con los autobuses cargados de medicinas y otros productos de primera necesidad para llevar a Ucrania, llegaron el martes a Varsovia y a Krakau, donde quienes les ayudan al otro lado de la frontera les esperaban con 60 personas, entre ellos 29 niños. «Este viaje, sin tener el peligro de otros anteriores que he hecho, me ha enfrentado a una realidad muy difícil: la de conocer a gente que lo ha perdido todo, que están desesperanzados, y eso es tremendamente triste» comenta Pepijn. Mientras unos se alojan en dependencias colectivas, otros lo hacen en familias y casas particulares. Los medios de comunicación holandeses llevan días difundiendo las historias de varias de estas familias, que en su gran mayoría acogen a mujeres, solas o con niños. En una entrevista a la radio NPO, el director de Takecarebnb, Robert Zaal, explicaba que, dado el elevado número de solicitudes, ya no es posible visitar las viviendas y hacer una evaluación en persona. Desde hace una semana han comenzado a llamar a los inscritos y la entrevista se realiza por teléfono. Tres cuartas partes de ellos resultan aptos. En circunstancias habituales, a las familias se les pide un compromiso de tres meses, un tiempo tras el cual la organización se hace cargo de buscar un nuevo alojamiento para el refugiado. Ahora mismo esa garantía no existe, si bien se sigue considerando la estancia como temporal. A pesar de no saber por cuánto tiempo y de las dificultades para registrar a los recién llegados y ofrecerles cobertura sanitaria y de educación, el número de familias que desean acoger a personas de Ucrania sigue aumentando, un incremento que obliga a estas organizaciones a ejercer un mayor control: «a todos ellos les pedimos también un certificado oficial de antecedentes penales (VOG) para estar seguros de que nadie se aprovecha de estas personas tan vulnerables, más si son mujeres y niños como en este caso» concluye Robert Zaal.

Una vez en Holanda, las dudas y preguntas sobre los siguientes pasos a seguir han hecho que numerosas organizaciones se pongan en marcha para ofrecer información y conectar a los ucranianos entre ellos. Mientras Cruz Roja ha habilitado varias líneas teléfonicas para atender tanto a los que acogen como a los que llegan, el ayuntamiento de Róterdam ha fundado la Casa de Ucrania, un punto de encuentro para la sociedad ucraniana; y la asociación de ucranianos en los Países Bajos, con sede en Ámsterdam, organiza todo tipo de actos, recauda donaciones y ofrece asistencia. También Vluchtelingenwerk, la ONG neerlandesa de ayuda a refugiados, acaba de lanzar una web informativa para los recién llegados. Frente a la capacidad organizativa de la ciudadanía, oenegés e instituciones locales, los organismos gubernamentales empiezan a responder poco a poco. El Gobierno acaba de anunciar que los refugiados ucranianos que se encuentren en centros de acogida podrán percibir hasta 60 euros de ayuda económica a la semana, 135 euros si residen en una familia, «para que puedan contribuir con los gastos de la casa» ha declarado la ministra de Pensiones y Asistencia Social Carola Schouten. La ayuda se proporcionará al menos durante dos meses. Ayer, la comisión ministerial para la Gestión de Crisis informó al Congreso de las vías de actuación del Gobierno: se ha creado un programa nacional de acogida a largo plazo bajo cuyo paraguas se estructurarán servicios de atención, educación y trabajo. Respecto de la vivienda, la carta remitida al Parlamento reconoce la presión que esta nueva situación podrá ejercer sobre un mercado ya saturado y se compromete a buscar una solución aunque no ofrece más pistas. Y en cuanto a la educación, se estima que entre 15 y 25.000 niños ucranianos deberán ser escolarizados, muchos por largo tiempo. El Gabinete responde a la preocupación del sector asegurando que se pondrán los medios para acomodar a estos niños en las escuelas disponibles y donde no sea posible, se crearán instalaciones educativas adicionales y se valorará la contratación de profesores de origen ucraniano. Tanto para los que se alojan en los centros de acogida urgente coordinados por los municipios junto con Vluchtelingenwerk, como los que que viven en casas particulares, su regularización pasa por el registro en el ayuntamiento. Una vez obtenido un BSN temporal, pueden elegir un médico de cabecera y tienen derecho a asistencia médica gratuita, ya sea de urgencia como ambulatoria, durante los 90 días que dura su permiso de residencia temporal. También podrán ponerse a trabajar inmediatamente. El Consejo de Ministros celebrado hoy viernes ha presentado un reglamento de urgencia por el cual los refugiados ucranianos pueden empezar a trabajar ya, bajo la condición de que el empleador los registre. Solo tendrán que mostrar su pasaporte ucraniano. Por su parte, la Oficina Nacional de Inmigración ha informado de que no tendrán que solicitar asilo hasta, al menos, seis meses después. «No se deportarán a los ucanianos» asegura Vluchtelingenwerk.

La comunidad polaca responde

Piotrek Strusiewicz es polaco y vive en La Haya, donde trabaja en la construcción desde hace más de una década. Su mujer y sus dos hijos residen en su pueblo natal, Ustrzyki Dolne, a siete kilómetros de la frontera con Ucrania. Desde que estalló la guerra, Piotrek ha viajado en dos ocasiones a su pueblo: la última fue el pasado martes. Las mismas 16 horas de viaje, el mismo trayecto, pero en esta ocasión, con su furgoneta cargada de ayuda humanitaria. «Quiero ayudar a mi pueblo porque ellos también están sobrepasados con todo lo que está ocurriendo» explica, mientras critica al gobierno polaco por no apoyar a los municipios limítrofes, los más afectados por esta entrada masiva de exiliados ucranianos a Polonia, que ya roza los dos millones, según ACNUR. Polonia es el país que más personas está recibiendo, cinco veces más que Rumanía, el segundo receptor por el momento. A la cercanía geográfica se suma la cultural, ya que, como cuenta Piotrek, «el oeste de Ucrania está muy próximo a nosotros, la gente es muy parecida, nada que ver con las regiones orientales, más rusas». Ambos idiomas se asemejan- «algo así como el portugués y el español»- y muchos ucranianos trabajan en Polonia, sobre todo de forma temporal. Las pequeñas localidades de la frontera llevan semanas absorbiendo un flujo de refugiados que no pueden gestionar sin ayuda externa, y sus residentes han abierto las puertas de las casas vacacionales y los hoteles. «Mi pueblo vive del turismo, en verano se llena, y después de la pandemia los negocios esperaban recuperarse este año. Lamentablemente no va a poder ser. Ahora todas estas casas están ocupadas por familias ucranianas y en unos meses no creo que la situación se calme y los turistas quieran venir aquí, tan cerca de la frontera» augura Piotrek. Enclavado en un paraje de ensueño, entre montañas, bosques y próximo a un lago, Ustrzyki Dolne tiene 9.500 habitantes. En este momento, alberga a 5.000 personas ucranianas.

Piotrek junto a Raimond van Nielen, manager de Bouwmaat, con los sacos de dormir que han donado. Foto: Alicia Fernández Solla

Tras cargar la furgoneta con ropa de abrigo, mantas, edredones, pañales, comida enlatada, todo ello recogido por particulares, y otros 50 sacos de dormir que la tienda Bouwmaat de Binkchorst – su segunda casa, como él la llama- le ha donado, Piotrek viajó el martes hasta su pueblo y de ahí a la frontera. A la mañana siguiente, pronto, nos mostró por videollamada un paso fronterizo tranquilo, con menos trajín que en días precedentes y más organizado. Según le comentaban, estaban cruzando unas 500 personas al día. Horas después envíaba las imágenes del gimnasio municipal de su localidad, abarrotado de cajas con ayuda humanitaria de todo tipo, incluso carritos de bebé. Allí depositó Piotrek las cajas procedentes de Holanda. «Desde este centro principal de recepción, el ayuntamiento va distribuyendo la ayuda a los lugares donde está la gente y también la llevan a otros pueblos» explica.

El gimnasio de la localidad polaca de Ustrzyki Dolne, a siete kilómetros de la frontera. Foto: Piotrek Strusiewicz

El caso de Piotrek ejemplifica el de muchos otros polacos residentes en Holanda que están recogiendo material para donar a las víctimas de la guerra y ayudar así también a sus pueblos y ciudades de origen. «En nuestras cuadrillas trabajamos constantemente con ucranianos, yo mismo tengo un buen compañero ucraniano con el que he estado siguiendo todo lo que pasa» afirma. Y es que según cifras del CBS, la inmigración polaca en los Países Bajos es la más extensa de los países europeos, después de la alemana, con 221.760 habitantes registrados, tanto de primera como de segunda generación. Además, en 2021, el mayor número de personas que inmigraron a Holanda lo hicieron desde Polonia (24.877 personas, aunque se fueron 16.000) seguido de las antiguas repúblicas soviéticas. Todos ellos mantienen lazos con Polonia y gracias al fuerte asociacionismo que han desarollado en Holanda, los comercios gestionados por ellos han estado canalizando gran parte de la ayuda dirigida a su país. «Yo he estado muchas veces en Ucrania, pero siempre en el oeste, hasta Odesa y Crimea, haciendo turismo, me gusta mucho. Es increíble lo que está ocurriendo, increíble» concluye Piotrek.

Una madre con sus hijos procedentes de Ucrania, en el paso fronterizo de Kroscienko. Foto: Piotrek Strusiewicz


Una crisis migratoria diferente

Por su cercanía geográfica; porque son sobre todo mujeres y niños; por su color de piel o el país desarrollado en el que vivían; por la violencia sufrida a causa de una invasión injustificada y condenada por la comunidad internacional: las razones para alegar que esta emigración es diferente son múltiples y todas ellas han sido argumentadas por los medios de comunicación. Sin una respuesta sencilla, aquello en lo que los expertos coinciden es en la rapidez con la que se ha producido la huida de la población y la respuesta del resto de países. Así lo afirma Marlou Schrover, catedrática de Historia de las Migración en la universidad de Leiden. «Si echamos la vista atrás, la crisis actual se puede comparar en cierta manera con la de la guerra de Yugoslavia: la respuesta fue más lenta que la actual, pero la sociedad holandesa se ofreció a acoger a personas en sus casas y a ayudar de forma similar. Se inscribieron 7.000 familias – aunque finalmente solo 240 acogieron a gente- y el Gobierno introdujo la regulación TROO por la cual los yugoslavos no tenían que solicitar asilo y recibían inmediatamente un permiso de residencia temporal, la misma medida que ahora vemos con los que vienen de Ucrania» explica, mientras aclara que para el Gobierno esta es una solución muy práctica ya que «ahorra mucho papeleo y asegura que la estancia es temporal».

La situación en la que se encontraban los Países Bajos también ha cambiado: «Holanda salía de una crisis económica, y el Gobierno daba permisos de residencia pero no de trabajo». Ahora es al revés: sobra trabajo y falta vivienda. «Esta retórica de acoger y al mismo tiempo compensar la falta de trabajo con los que quieran quedarse la vemos ahora y no en la guerra de los Balcanes» afirma Marlou Schrover. La inmigración ucraniana podrá acceder así a «muchos puestos en sectores como el sanitario o el agrícola que hasta ahora se cubrían con personal temporal de otros países como Polonia». Schrover concluye que «desde hace setenta años la política de asilo en Holanda viene determinada por la situacón en el mercado de trabajo y en el de la vivienda: si el país necesitaba mano de obra y los inmigrantes eran buenos trabajadores, el Gobierno invertía en la construcción de viviendas para sus familias, que solían llegar más tarde».

Antes de la guerra de los Balcanes, en Holanda vivían unos 20.000 yugoslavos, todos ellos trabajadores o gastarbeiders. Con asociaciones en cada localidad, se ayudaban entre ellos, al igual que ocurre hoy con la comunidad rusa, polaca y ucraniana. Según cifras del CBS, en el país residen 21.000 personas de origen ucraniano, un colectivo diez veces menor que el polaco e inferior al ruso, que cuenta con 35.000 personas. Además de tener sus propias agrupaciones, gran parte de los ucranianos se han integrado en las rusoparlantes y en las polacas, ya sea a través de los centros infantiles de lengua y cultura rusa o de los múltiples comercios de productos polacos donde encuentran muchos de los que se consumen en Ucrania. Pero desde la tragedia del avión de Malaysia Airlines MH17 en julio de 2014 y de la posterior anexión ilegal de la península de Crimea por parte de Rusia, la relación entre rusos y ucranianos en Holanda comenzó a resquebrajarse. En un encuentro organizado en 2016 por el periódico De Correspondent con cuatro residentes rusos de distintas regiones del país, ya se comentaban estas tensiones. Uno de los entrevistados, de origen checheno, declaraba: «Tengo muchos amigos aquí que no son ni holandeses ni chechenos, pero nunca pensé en ellos como ucraniano, bielorruso o ruso. Sólo eran mis amigos. Tras este enfrentamiento entre Ucrania y Rusia hay división dentro de mi propio grupo de amigos y no me gusta nada». Nikita, otro de los entrevistados, comentaba, «la comunidad de habla rusa está más segregada. Antes, si se organizaban eventos de habla rusa, todos los grupos venían. Ahora los ucranianos celebran sus propios actos, en ucraniano. Incluso alquilan su propio edificio de la iglesia en Ámsterdam para sus propios servicios».

Han pasado siete años desde entonces y las heridas abiertas sangran hoy más que nunca. Olga Balaeva es de Moscú, está casada con un holandés y vive en los Países Bajos desde 2007. Mientras tomamos un café confiesa que desde que estalló la guerra le ha pedido a sus hijos que no hablen ruso en la calle, «solo en casa». Su abuelo y su padre siempre estuvieron en contra del régimen comunista pero las quejas se decían al oído y de puertas para dentro. Ahora está preocupada por su madre y por su hermana, que viven en Moscú, y prefiere no llamar a sus conocidos, «porque temo oír algo que no me gusta y perder la relación con ellos». Olga cree recordar que su abuela era ucraniana, pero no está segura: «los rusos y los ucranianos estamos tan mezclados que me cuesta pensar en alguien de mi entorno sin lazos familiares con Ucrania». Desde que estalló el conflicto vive el día a día con mucho estrés, llora a diario, y ya no puede escuchar su radio ni ver su canal de televisión favoritos, porque todos han cerrado. «La gente en Rusia lleva tantos años reprimida que temen dar su opinión y lo que es peor, creen que no va a servir para nada» sentencia. Ha dejado de acudir a la tienda polaca donde vendían productos rusos, a la que iba cada semana «por miedo a que me reconozcan» y junto con otras mujeres rusas ha estado organizando ayuda para Ucrania. Como ella, otros miles de rusos viven en Holanda con la vergüenza de sentirse los causantes de una guerra contra un pueblo hermano. El pasado sábado, la oganización estudiantil Minerva de la universidad de Leiden organizó un simposio sobre la guerra de Ucrania. En una iglesia abarrotada de estudiantes internacionales, uno de ellos, ruso, se levantó para pedir perdón, entre lágrimas, dirigiéndose a la ministra de Finanzas, Sigrid Kaag, quien tras su intervención alabó su valentía y le animó a seguir hablando en alto. Mientras la comunidad ucraniana en Holanda duplicará su número en los próximos meses, a la rusa se suman otros que abandonan un país al que no reconocen. Es el caso de Olga Smirnova, la primera bailarina del Bolsoi de Moscú, quien tras denunciar la invasión en Ucrania, ha dicho adiós a la legendaria compañía para formar parte, a partir de ahora, del Ballet Nacional de Holanda.

De Jarkov a Almere

Olena Zhyrowa creció y estudió en Jarkov, la segunda ciudad más grande de Ucrania. Llegó a Holanda hace 16 años, junto a su hijo de nueve, tras separarse de su primer marido. Casada con un holandés, estudió un MBA al llegar y desde hace tiempo trabaja en ABN AMRO. En Holanda también vive su hermana, cuyo marido, ucraniano, se ha quedado atascado en Jarkov después de acudir al funeral de un socio el pasado mes de diciembre. Cuando estalló la guerra, aquel 24 de febrero, ella y su hijo no lo dudaron: cogieron el coche y condujeron hasta la frontera de Rumanía con Ucrania, donde recogieron a su madre. «Ese día contactamos con un militar que nos dijo que podría sacar a varias personas de Jarkov, pero convencer a mi madre no fue fácil, a pesar de que ya habían empezado a bombardear la ciudad. Como muchos otros, ella creía que sería cuestión de unos días. Mientras viajábamos para allá logramos convencerla y junto a ella salió también la familia de mi ex marido, su mujer y dos hijos pequeños, hermanastros del mío. El les acompañó y se quedó en el oeste de Ucrania, como muchos otros, listo para luchar» explica Olena. Ahora en la casa de su hijo viven la mujer de su ex marido y los dos niños.

Frente a mí se encuentra Valentina, la madre de Olena. Su rostro de tez rosada esconde su condición de abuela, y su sonrisa educada y la disposición a servirnos la merienda evitan un cruce de miradas que cuando finalmente ocurre, inundan de tristeza el comedor. Traduce sus palabras Yevheniia Tomenko, una joven de 20 años que está sentada a su lado. Es la hija de la mejor amiga de Olena, su ahijada, y acaba de llegar a Almere tras siete días de un largo e incierto viaje. Habla un español impecable que flaquea solo cuando, con voz temblorosa y manos nerviosas, nos cuenta cómo ha cambiado su vida en las últimas dos semanas. «El día que todo empezó hacía una mañana preciosa, soleada, se oía a los pájaros desde mi ventana…podríamos haber salido a pasear pero no pudimos, nos tuvimos que quedar en casa, asustados, oyendo los primeros bombardeos y sin saber qué hacer ni cómo salir de ahí» relata, «nosotros vivimos en el primer piso de un edificio de catorce plantas y el sótano, aunque es grande, es un lugar húmedo, sucio y donde hace muchísimo frío, hasta 16 bajo cero. Al principio bajábamos allí pero después decidimos quedarnos en casa. Estábamos asustados y furiosos. Los peores momentos eran cuando llegaban los aviones y todo a nuesto alrededor empezaba a temblar, las paredes, las ventanas. Después de diez días así mi madre me dijo que Olena vendría a la frontera de Polonia a recogerme». Y así empezó el viaje a Holanda de la joven Yevheniia, en un vehículo conducido por su tía, en el que iban la madre y la hija de esta y el novio de Yevheniia, antes estudiante y hoy soldado. «El viaje ha sido muy difícil, estuvimos seis días en la carretera y no teníamos espacio para muchas cosas, llegué aquí con dos bolsas, mi mochila con mi ordenador, documentos y poco más. Era difícil encontrar donde quedarse, había muchísimos atascos, el tráfico era horrible. Hacía muchísimo frío, unos diez bajo cero, y así tuvimos que pasar dos de las seis noches en el coche, porque no encontramos alojamiento. Cuando llegamos a la frontera con Polonia esperamos 17 horas en un atasco tremendo y después tuve que despedirme de mi novio, que se volvió» recuerda Yevheniia.

Ella y Olena admiten que aunque ya están a salvo en Almere, el estrés y el miedo, por sus familiares que siguen en Ucrania, por la destrucción y el devenir de su país, es permanente. «Por Almere pasan muchos aviones y me sobresaltan todo el rato, como cuando se oye un ruido fuerte y repentino» explica Yevheniia. Olena estuvo en su país el pasado verano, por primera vez después del comienzo de la pandemia: «Realmente habían mejorado la ciudad, con parques preciosos, todo muy cuidado y ajardinado. Ahora no hay nada, ha desparecido. Lo reconstruirán, no me cabe duda, pero ya no será lo mismo» lamenta mientras nos muestra imágenes de edificios emblemáticos de la ciudad, ahora en ruinas. Aunque tiene amigos ucranianos en Holanda, Olena no ha participado activamente en los grupos de ucranianos que se han ido formando. Reconoce que desde que llegó ha querido llevar una vida plenamente neerlandesa e integrarse completamente en el país. Ahora todo su tiempo lo dedica a ayudar a traer a familiares y amigos y a buscarles familias de acogida en Holanda. Cuando fue a recoger a Yevheniia a Polonia, las otras mujeres que venían con ella se alojaron dos días en su casa en Almere y después decidieron irse a Alemania, «no conocen a nadie allí, se fueron sin nada, pero prefieren Alemania a Holanda porque dicen que allí les dan trabajo en 24 horas».

Muchas mujeres llegan con sus hijos y las cargas familiares les empujan a buscar un trabajo cuanto antes. Otras como Yevheniia deben terminar antes sus estudios. Según nos cuenta, su universidad les ha contactado para retomar las clases online, «entonces solo un 40 por ciento de los alumnos contestó que tenía ordenador e internet y podía seguir. En breve nos escribirán de nuevo para ver si hay más alumnos que puedan conectarse». Esta a punto de terminar la carrera de Marketing y mientras le gustaría obtener el título para ser profesora de español. «Entiendo que tengo que ponerme en marcha pero no sé por dónde empezar y estoy muy confundida. A veces me llega un sentimiento tremendo de miedo, de incertidumbre y de rabia. Mi vida, hace solo dos semanas, era perfecta. Y nunca volverá a ser como antes» afirma entre lágrimas mientras nos muestra una de las últimas fotos de su perfil de Instagram, en una cafetería de Jarkov, con unas amigas.