Todo el mundo sabe que la tinta indeleble no se quita, por mucho que se frote. Con ella debió escribirse una de las páginas más oscuras de la historia neerlandesa del siglo XX, de nombre Westerbork, por la cual el primer ministro Mark Rutte pidió disculpas en nombre del Gobierno el pasado mes de enero. Se cumplían casi 78 años desde que en un bosque perdido en Drenthe, al norte del país, comenzara un relato de horror y tristeza. Del campo de tránsito de Westerbork partieron durante tres años 93 trenes atestados de holandeses de origen judío en dirección a Auschwitz, Sobibor, Theresienstadt y Bergen-Belsen. Un total de 107.000 personas fueron deportadas de las cuales sólo volvieron 5.000. Después de la Segunda Guerra Mundial, Westerbork se convirtió en Schattenberg, un enorme campamento de acogida para cientos de familias de soldados molucos del ejército neerlandés, quienes vivieron allí hasta veinte años. Erosión de la identidad propia, desesperanza, incertidumbre son algunos de los sentimientos compartidos por todos los que tuvieron que vivir en este rincón de Holanda en contra de su voluntad. Una de ellas, Virry de Vries Robles, tenía doce años cuando los soldados canadienses liberaron Westerbork el 12 de abril de 1945. En un tranquilo café de Ámsterdam comparte con Gaceta Holandesa sus recuerdos del año y medio que pasó allí y de cómo la suerte quiso que la sacaran del último tren que partió hacia los campos de exterminio nazis.

El drama disfrazado de normalidad

Durante la Segunda Guerra Mundial, el 75 por ciento de los judíos holandeses fueron asesinados por los nazis, un porcentaje muy alto si se compara con otros países como Bélgica (40%) o Francia (25%). A esto se suma la paradoja de que en los Países Bajos, el sentimiento antisemita de la población era menor que en estos otros dos países. Historiadores como Johannes Houwink ten Cate, catedrático emérito de Holocausto y Estudios de Genocidio por la universidad de Ámsterdam (UvA) aseguran que este número tan alto se explica por el hecho de que la comunidad judía se sentía asimilada en el país, y por lo tanto confiada y segura, lo que provocó que no se escondieran inmediatamente tras la ocupación alemana. “Muchos de ellos eran más calvinistas que judíos, se sentían más neerlandeses que judíos” detalla en declaraciones a Gaceta Holandesa. A este factor se suma otro: Westerbork.

Desde el 1 de julio de 1942, la maquinaria nazi para llevar a cabo la “solución final” en Holanda comenzó a engrasarse y a funcionar con una eficacia asombrosa gracias a este campo de detención del que podían ser deportados más de dos mil personas al día. Construido en 1939 – con dinero de la propia comunidad judía holandesa- para acoger a judíos alemanes que huyeron del país vecino tras la Noche de los Cristales Rotos a finales de 1938, las instalaciones fueron tomadas por el ejército nazi y convertidas en centro de tránsito, en la puerta del infierno, como se le denomina en la página web del museo actual. El comandante del campo, el oficial de la SS, Albert Konrad Gemmeker, quiso hacer de Westerbork un lugar donde reinara una aparente normalidad, como si de un pueblo se tratase, con su propio colegio, tienda de ultramarinos, teatro e incluso divisa propia. Westerbork contaba además con uno de los mejores hospitales del país, donde trabajaban 120 médicos, de origen judío, y hasta mil personas de personal sanitario, para 1.725 camas. Si bien la mayor parte de los que llegaban eran deportados el mismo día, o poco más tarde, hacia el este de Europa, otros muchos eran retenidos por más tiempo, viviendo en los barracones y trabajando en distintas tareas dentro del campo. Esta absurda normalidad es lo que, según publica la historiadora Eva Moraal en su libro “Si mañana no me llaman al tren…”, hace más difícil comprender la existencia de Westerbork: “era un campo de concentración y un pueblo a la vez […] donde lo correcto y lo malo se confundían, un lugar construido de contradicciones”. La más fuerte de todas ellas quizás fuese la que se producía cada lunes por la noche, cuando tras la representación teatral, en los barracones antes de dormir, un soldado nazi leía la lista de los que debían subirse al tren que partiría a Auschwitz o Sobibor al día siguiente. A la muerte segura, aunque nadie lo sabía. “Se les decía que iban a los campos de trabajo del este, sólo relacionaban el campo de concentración con la muerte cuando se mencionaba Mauthausen, porque de allí sí habían llegado rumores de personas que habían sido asesinadas. Pero a ese campo no iban los trenes de Westerbork” relata Jose Martin, portavoz del museo Westerbork.

Billetes para comprar y vender en el campo Westerbork, junto a un bono para adquirir cinco kilos de hierro y acero, mostrados por Virry de Vries Robles durante la entrevista. © Alicia Fernández Solla

El día a día de los que vivían en el campo se centraba en cuidar de los suyos y en evitar por todos los medios acabar en la lista de deportados. Si uno de ellos se escapaba, diez de su barracón eran llevados al tren, una represalia con la que se lograba mantener el orden sin apenas esfuerzo. Despojados de casi todo, todavía vestían su ropa y muchos de ellos ejercían su profesión en el campo, “no se pasaba hambre y no había ejecuciones públicas. No tenía nada que ver con lo que se vivía en un campo de concentración” argumenta Houwink ten Cate al comparar este con los de exterminio. Por su parte, para Eva Moraal es quizás esta paradoja la que provocaba mayor estrés entre los prisioneros de Westerbork, porque debían lidiar con la idea de que todo era normal mientras vivían en condiciones casi inhumanas en los barracones; bajo el mando de un comandante que parecía “amable” mientras a sus órdenes decenas de judíos alemanes y soldados organizaban las deportaciones semanales en vagones sin ventilación, donde se disponía un cubo para el agua y otro para los excrementos. “Esta farsa que fue Westerbork demuestra la habilidad que tenían los nazis para los juegos macabros. ¿Cómo iban a imaginar los allí detenidos que después de ser atendidos de la mejor manera posible en el hospital iban a ser gaseados y asesinados en masa?” comenta Houwink ten Cate.

Un documental Patrimonio de la Humanidad

El incomprensible relato que se deprende de la historia de Westerbork se vuelve más excepcional tras la aparición de la única película filmada en un campo nazi en pleno funcionamiento. Se trata de alrededor de ocho horas de filmación que un fotógrafo judío de origen alemán, Rudolf Breslauer, grabó en 1944. Al parecer el comandante del campo le ordenó hacerlo para mostrar a sus superiores la eficacia con la que gestionaba Westerbork. En 2017, la cinta fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO ya que “cuenta un período de nuestra Historia en la que ocurrió un gran drama, lo que le otorga una especie de valor monumental” explica Susan Aasman, historiadora de la universidad de Groningen.

Treinta y ocho rollos de película con 480 minutos de material muestran imágenes del día a día, desde la gente haciendo cola para registrarse al llegar; dentistas atendiendo a varios pacientes; partidos de fútbol e incluso representaciones teatrales. Entre estas escenas cotidianas se mezclan otras, muchas, que muestran el momento en el que los trenes llegan a Westerbork, el ajetreo de la gente en el andén y varios segundos del interior de uno de los vagones, donde se ve a varias personas sentadas en el suelo a la espera de partir. Una vez en marcha, unas manchas blancas parecen sobrevolar los vagones: se trata de recortes de papel que los deportados tiraban por la ventana con mensajes de despedida para sus seres queridos. Entre las imágenes emblemáticas se encuentra la de una niña que se asoma por la apertura de unos de los vagones, con un pañuelo en la cabeza. Hasta 1994 no se supo su identidad real: se llamaba Settela Steinbach y era una niña de la etnia gitana Sinti, de nueve años de edad, quien murió gaseada en Auschwitz en agosto de 1944, poco después de llegar procedente de Westerbork. Junto a ella, otras 244 personas de origen gitano fueron deportadas en mayo de 1944 desde Holanda, de las que sólo sobrevivieron 30. La película se conserva en el archivo del Instituto Neerlandés de Imagen y Sonido donde expertos llevan varios años restaurándola y buscando nuevos fragmentos perdidos. “Tenemos indicios de que hay más material todavía no descubierto, que podría mostrar el interior de los barracones y la tienda de ultramarinos del campamento” detalla uno de los investigadores del Instituto a la cadena de televisión NOS. Para Jose Martin, si bien la película es veraz, se trata sólo de una selección de la rutina diaria del campo, porque por ejemplo, “no se ve la llegada de los trenes de los que se bajaban hombres trasladados de otros campos y que llegaban tan destrozados que tenían que ser ingresados inmediatamente, ni los seis kilómetros que separaban el campo de la estación de tren y que la gente debía caminar con sus enseres a cuestas”.

Fotograma de Settela Steinbach, del 19 de mayo de 1944, día en el que fueron deportadas a Auschwtiz 245 personas de etnia gitana. © Beeld en Geluid

La película no llegó a terminarse. Con ella, Breslauer no logró salvar su vida ni la de la mayor parte de su familia. Todos fueron deportados y asesinados excepto una de sus hijas. Al que sí pudo servirle fue al propio comandante Gemmeker, quien al parecer se llevó consigo alguno de los rollos de película. Durante el juicio contra él tras la guerra, Gemmeker defendió que había cuidado “bien” de los retenidos y que desconocía el destino que deparaba a los cientos de miles de judíos a quienes él mismo ordenó deportar. Tras seis años de cárcel, la reina Juliana le indultó y Gemmeker volvió a su Dusseldorf natal donde trabajó en un estanco hasta su muerte en 1982.

Colaboracionistas y molucos

El campo de Westerbork fue liberado por las tropas canadienses del ejército aliado unas semanas antes que el resto del país. Esto provocó una situación inesperada: los 876 judíos que allí quedaban a mediados de abril de 1945 tuvieron que quedarse más tiempo, sin luz ni calefacción, antes de poder volver a sus ciudades. Pero el Gobierno holandés no tuvo inconveniente en mandar a Westerbork a los acusados de colaboracionismo y a los oficiales de la SS arrestados tras perder la guerra. Así fue como durante un corto período de tiempo, los judíos que permanecían aislados allí compartieron cautiverio con sus verdugos. Tras varios años como prisión, en 1948 pasó a ser un campamento militar y un año después cambió totalmente de función: tras la independencia de Indonesia en 1949, se convirtió en un centro de acogida primero para mil indoneerlandeses y posteriormente para cerca de tres mil molucos, familiares de los soldados de las islas Molucas que lucharon en las primeras filas de las tropas neerlandesas contra los indonesios. Lo que iba a ser un albergue temporal mientras durara el conflicto se convirtió en el hogar de cientos de mujeres y niños durante veinte años. Y pasó a llamarse Schattenberg. Aquel bosque en la bonita región de Drenthe que poco antes había sido testigo del peor episodio de la guerra, se convirtió en parte protagonista de otra página silenciada de la historia reciente de los Países Bajos. En esta suerte de pueblo aislado del resto de ciudades de la zona vivió una cuarta parte de la población moluca trasladada a Holanda desde la isla indonesia de Ambón, con su propio colegio de primaria, un hospital, un teatro y un cine, así como un toko o tienda de alimentación. Tal y como cuenta para la televisión regional de Drenthe Anis de Fretes, quien nació en Schattenberg en los años sesenta, “para los niños este era un sitio seguro y agradable en el que crecer, éramos libres y estábamos rodeados de árboles. Para mis padres fue duro, sobre todo por los fríos inviernos”. Y es que los barracones dejaron de mantenerse y las condiciones de vida empeoraron, hasta que en 1971 se decidió demolerlos y trasladar a todos los residentes a las ciudades cercanas de Assen y Bovensmilde.

El valor de la disculpa

“Ante los últimos supervivientes que siguen entre nosotros, me disculpo hoy en nombre del Gobierno de entonces. Lo hago sabiendo que ninguna palabra puede abarcar algo tan grande y horroroso como el Holocausto”. Así se disculpó el pasado 26 de enero el primer ministro Mark Rutte con motivo del 75 aniversario de la liberación de Auschwitz, la primera vez que un mandatario neerlandés pedía perdón por la inacción de su Gobierno de entonces ante los crímenes cometidos en la Segunda Guerra Mundial contra los judíos. Para el historiador Johannes Houwink ten Cate, esta disculpa tiene gran valor ya que, con ella, “un líder asume que le ha fallado a su gente y de alguna manera hace una promesa de mejora”. Bill Clinton, Juan Pablo II, Jacques Chirac…a partir de los años sesenta, los líderes mundiales no dudaron en ofrecer una disculpa oficial por el Holocausto, en una especie de “responsabilidad transgeneracional” que, tal y como afirma Houwink, caracteriza el momento presente de la Historia que vivimos. Entonces, ¿por qué ha tardado tanto Holanda? La teoría que Houwink en Cate defiende tiene que ver con la imagen que siempre han querido dar los Países Bajos al exterior, “hemos querido ser el alumno aventajado en la escuela de las Naciones, los que no dudan en señalar a otro cuando se equivoca…con esta Historia detrás, resulta difícil aparecer como baluarte de la justicia por lo que la única manera de salir del paso es pretendiendo que estas páginas oscuras de nuestro pasado nunca ocurrieron” explica.

Al perdón siempre va unido el compromiso de no volver a permitir que algo así se repita, y este es el mensaje que pretende transmitir el museo Westerbork, un espacio para la memoria en el cual apenas queda nada en pie del campo de tránsito. Inaugurado en 1983, se amplió hace dos décadas y hoy alberga un espacio de exposiciones, un barracón de la época, un vagón de transporte como el utilizado por los nazis y la casa del comandante como único edificio original, protegido por una estructura de cristal, y al que no se puede acceder. El número de visitantes no ha dejado de aumentar, algo que también ocurre en otros campos de concentración del resto de Europa. Este nuevo turismo interesado por los lugares oscuros de la Historia compartida se explica, entre otros motivos, por el deseo creciente de querer saber, “porque ahora nos atrevemos a preguntar. Aquí vienen nietos y familiares de víctimas que quieren conocer lo que sus abuelos nunca les contaron” explica Jose Martin. Al museo no solamente acuden adultos, también cuenta con varias visitas guiadas para niños, incluso para menores de siete años, a los que les transmiten cómo era la vida en Westerbork a través de las vivencias de otros niños como ellos. Para Johannes Houwink sensibilizar a niños tan pequeños es necesario ya que “el genocidio es tan antiguo como la Historia de la Humanidad, pero la concienciación social sobre ello es más reciente” y utiliza una metáfora para explicar por qué: “el pasado es como un pozo con agua: cuando uno se asoma y cree oír algo, es sólo su voz la que está escuchando. Los historiadores, y la sociedad en general, tomamos los episodios de la Historia que nos interesan para formar nuestra identidad actual. Porque el pasado no existe sin el presente” concluye.

Casa original en la que vivió el comandante nazi del campo Westerbork, entre 1942 y 1945, hoy protegida por una estructura de cristal. Foto: Sake Elzinga / Herinneringscentrum Kamp Westerbork

Virry de Vries Robles: “Durante años creí que lo que viví en Westerbork había sido un sueño”

Virry de Vries Robles tiene apellido español porque la familia de su padre era judía de origen sefardí, procedente de Cádiz. Virry nació en Ámsterdam donde se crio hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial y con nueve años fue encarcelada y posteriormente trasladada a Westerbork con su madre. Su padre era médico y los alemanes decidieron que se quedara en la capital. Fue una de las personas que más tiempo pasó en el campo de tránsito en Drenthe, casi dos años, donde también nació su hermano, a quien ella cuidaba mientras su madre trabajaba en las cocinas. Logró salvarse de ser deportada y una vez finalizada la guerra volvió a Ámsterdam, un período que recuerda con especial crudeza. Tiempo después se convirtió en asistente social, una labor a la que le ha dedicado casi toda su vida hasta hace dos décadas, cuando empezó a colaborar con el museo Westerbork contando su historia a jóvenes y a niños.

Virry de Vries Robles durante la entrevista. Fotos: Alicia Fernández Solla

¿Cómo empezó todo?

Fue en 1940, recuerdo que de un día para otro los nazis nos prohibieron a los niños judíos ir al colegio. Durante un tiempo fui a la escuela judía, que estaba en el otro extremo de la ciudad, pero como tampoco nos estaba permitido tomar el transporte público, sólo podíamos ir caminando. Y estaba lejísimos. Hasta que llegó un momento en el que ya no había profesores para dar clase e iban quedando menos y menos niños, porque los iban deportando.

Entonces una noche la policía holandesa vino a casa, nos sacaron a mis padres y a mí y nos llevaron arrestados a la cárcel. Los vecinos miraban, todos, y nadie hizo ni dijo absolutamente nada. Me sentí como una auténtica criminal, no lo olvidaré nunca. El holandés medio no es que participara activamente con los nazis, pero miró para otro lado, se desentendió.

Y después de pasar un tiempo encarcelada la trasladaron a usted y a su madre a Westerbork.

Así es, no sé por qué pero los nazis necesitaban a mi padre, por lo que después de llevarnos a todos a Westerbork en 1943, a él se lo trajeron de vuelta a Ámsterdam en enero de 1944 y yo me quedé con mi madre en el campo. En julio de 1944 nació mi hermano y esa fue la única otra ocasión en la que mi padre vino a vernos para conocer al bebé. Los nazis sabían que él haría todo lo que le pidieran porque si no era así, a nosotros nos metían en un tren. Pero el 13 septiembre de 1944, poco después del desembarco en Normandía, a mi madre, mi hermano que tenía apenas dos meses y a mí nos llamaron para deportarnos. Y cuando estábamos ya dentro del vagón, media hora antes de que partiera el tren, el comandante del campo decidió sacarnos porque pensó que era mejor idea deportar a la familia entera, y no sólo a una parte (mi padre seguía en Ámsterdam). Gracias a esta idea loca nos salvamos de ser deportados porque aquél fue el último tren que salió de Westerbork. Justo después se declaró una huelga general de transportes. Por eso estoy aquí. He sido una niña afortunada. Pura suerte. Así funcionan las cosas, pueden ir mal o bien, y no se puede saber con antelación. Es tan absurdo, tan incomprensible, que es mejor no intentar entender las razones por las que las cosas pasaron.

Virry de Vries muestra con su móvil, dos fotografías de sus padres durante la Segunda Guerra Mundial

¿Cómo describiría los casi dos años que pasó allí?

Para mí Westerbork era un campo de concentración, sin eufemismos, porque no podía salir de allí. Y no teníamos ninguna privacidad. Yo vivía con mi madre y mi hermano en dos literas de uno de los barracones, mi cama era mi espacio vital, donde guardaba mis cosas. Los niños teníamos que lograr que no se nos viera, hacernos invisibles a los ojos de los demás. Si no molestabas, mejor para ti. Eso ya era así antes de la guerra, era la relación de los adultos con los niños, nadie nos explicaba nada de lo que pasaba y nosotros no preguntábamos. Así que yo me alejé del mundo exterior, de la vida real que me rodeaba y que no entendía, y creé el mío propio de fantasía gracias al cual logré sobrevivir. Tenía doce años cuando salí de allí, no era fácil para una niña de esa edad. Cuando acabó la guerra y los años pasaban, nadie hablaba de ello, ni en casa, ni en el colegio, era como si nada hubiera ocurrido. A veces me preguntaba si de verdad todo aquello había pasado o si lo había soñado.

Era usted muy joven para cuidar de su hermano recién nacido…

Ni me lo planteaba, lo hice y ya está. Recuerdo que me ayudaba pensar que el pasado, pasado está, y que se trataba de vivir cada día, sin más. Mi madre trabajaba en la cocina y se encargaba de preparar a las personas que se iban en los trenes. Yo tenía absolutamente prohibido ir donde ella estaba así que tenía que quedarme cerca del barracón cuidando de mi hermano pequeño. En Westerbork regían otras reglas. La única vez que he robado en mi vida fue allí: me llevaba las cosas que dejaban los que eran deportados en los trenes. Porque si yo no las cogía lo haría otro.

El lunes por la noche siempre había un espectáculo en la sala común, de cabaret o teatro, y después, en los barracones, antes de ir a la cama, los soldados nazis leían la lista de los que tenían que irse al tren al día siguiente. El comandante pensaba: que primero disfruten y se lo pasen bien, después ya les damos la noticia…En fin (suspira)…Así era.

Virry de Vries Robles cuando tenía 10 años.

¿Cómo era su relación con los otros niños del campo?

Todos desconfiábamos de todos, hacer amigos era algo demasiado peligroso. Porque un comentario o un secreto podía utilizarse como argumento en contra tuya o como una razón para que tú no fueses al tren y otros sí. Jugábamos entre nosotros pero no entablamos amistad. Recuerdo que coincidí con Anne Frank, los adultos nos mandaban hacer recados.

Y después de la guerra, ¿no buscó a estas personas ni intentó retomar el contacto?

No, porque durante la guerra mi experiencia con los otros judíos no fue buena, todo el mundo estaba preocupado por sobrevivir, como es lógico, pero la forma de ser y de actuar de muchos de ellos me dejó huella. Hace años tuve contacto con la residencia de ancianos de la comunidad judía en Ámsterdam pero tampoco guardo buen recuerdo. Porque yo no soy miembro de la comunidad judía, nunca me ha gustado formar parte de un grupo religioso. De hecho nosotros éramos judíos pero no practicantes. En mi casa no me educaron en la fe judía y de repente debía llevar la estrella de David y no volver al colegio. Nadie me explicó por qué, no entendía nada. Sólo podía adivinar que algo muy malo pasaba pero no sabía exactamente el qué.

De mi familia solo sobrevivimos mis padres y nosotros. Mi abuela era alemana y cuando se vino a vivir aquí a Holanda decía con tranquilidad que a ella no la iban a arrestar porque era alemana. Fue gaseada en Sobibor. Con ella yo me llevaba bien y recuerdo perfectamente el día en el que le pregunté a mi madre si podíamos ir a visitarla y me respondió que no, que la abuela se había ido. Nunca me dijo nada más.

Cuéntenos cómo vivió usted la liberación de Westerbork por los soldados canadienses.

Los meses antes de la liberación la incertidumbre era enorme. No sabíamos lo que iba a pasar con nosotros, si los nazis, al saber que habían perdido la guerra, nos fusilarían a todos para no dejar rastro o si se irían sin más. Ese invierno fue especialmente duro en Holanda, porque no había trenes y por lo tanto tampoco llegaban víveres a las ciudades. En ese sentido nosotros lo sobrellevamos algo mejor gracias a las granjas cercanas, pero lo que no teníamos era electricidad ni calefacción. Así que a los niños como yo nos mandaban al bosque a buscar madera y palos para las estufas. Apenas quedábamos niños antes de la liberación, la mayoría habían sido deportados. El 11 de abril se fueron los alemanes y el 12 llegaron los canadienses. Nos quedamos 24 horas sin vigilancia y allí esperamos. Durante los días que se quedaron los soldados canadienses por la zona, uno de ellos solía venir a vernos a mi madre y a mí a tomar café. Nos intercambiamos dos anillos, él se llevó uno mío y yo me quedé con uno suyo, lo guardé durante años. Más adelante intenté buscarle pero no le encontré. Supongo que mi anillo seguirá en algún lugar de Canadá, no lo sé.

Al volver a Ámsterdam todos ustedes se habían quedado sin nada…

El Gobierno no sabía que hacer con nosotros: no teníamos papeles, ni casa, nada. Nunca olvidaré cuando volvimos a Ámsterdam y al llamar a la puerta de unos amigos estos nos preguntaron que de dónde veníamos y cerraron la puerta en nuestras narices. Ya no éramos bienvenidos. Nuestra antigua casa estaba ocupada por otras personas. Cuando finalmente encontramos un lugar para vivir y volvimos al colegio, todos reaccionaron como si no hubiese pasado nada. Si en alguna ocasión se me ocurría preguntarle a alguien, la respuesta siempre era “cállate que ya hemos sufrido bastante”. Y yo que era una niña, pues me callaba. Pude ir a estudiar al Gymnasium pero iba muy retrasada, había perdido tres años enteros. Así que lo dejé y me olvidé de la universidad. En aquella época nació mi hermana y un tiempo después mis padres se divorciaron. Finalmente me formé en trabajo social y me convertí en terapeuta familiar. Creo que mi pasado me ha ayudado a sentir empatía por los que sufren de una manera especial, y ellos también lo notan.

Han pasado 77 años desde entonces, ¿qué concluye cuando echa la vista atrás?

Tuve un comienzo vital muy difícil, en un mundo que yo no entendía. Todo lo que viví en mi infancia me hizo tener muy claro que nunca me casaría ni tendría hijos, porque no quería traer a nadie al mundo que pudiera pasar por lo que yo pasé. Y así ha sido. Fue una decisión difícil porque me encantan los niños. Pero a pesar de todo estoy satisfecha con cómo ha sido mi vida, no le hecho daño a nadie. Uno se adapta de la mejor manera posible a las circunstancias que le han tocado vivir.

Y en general siento que hoy todo es distinto que hace setenta años pero que, en el fondo, nada ha cambiado. Quizás no pasa delante nuestro, pero basta leer el periódico para darse cuenta de que lo mismo que sufrieron los judíos aquí está pasando hoy en muchas otras partes del mundo sin que nadie haga nada para evitarlo. El odio es el mismo. Por eso me gusta contar mi historia a los niños, para hacerles ver que la paz que vivimos no ha llegado sola, que el mundo no siempre fue así y que hoy es el resultado de lo que fuimos o hicimos ayer.