Lo dijo el director del Rijksmuseum, Taco Dibbits, con motivo de la inauguración de la muestra en la que se exponen 28 de los 35 cuadros de Johannes Vermeer que han llegado hasta nuestros días. Aquel que quiera ver la mayor parte de la obra de este gran maestro, reunida bajo el mismo techo, tiene este año una cita ineludible en Ámsterdam. Una ocasión única e irrepetible.
El anuncio fue tan efectivo, que generó un deseo febril por recorrer las salas del museo de arte e historia de los Países Bajos, aun en quienes ni siquiera sienten especial predilección por la pintura del Siglo de Oro holandés. Antes de que se levantara el telón ya se habían vendido 200.000 entradas y, a la semana de su apertura al público, el museo decidió suspender la venta para evitar aglomeraciones y garantizar una visita pausada y de calidad. Lejos de apaciguar los ánimos, esto generó mayor ansiedad si cabe entre quienes inicialmente pensaron que había tiempo de sobra para verla: termina el 4 de junio.
Un mes después de que la mágica luz de Vermeer iluminara el oscuro invierno holandés con la mayor exposición de su obra hasta la fecha, el Rijksmuseum colgaba el cartel de “no hay entradas’’ definitivamente. Pese a la rotunda medida, el pasado fin de semana las salas del Rijksmuseum parecían tan abarrotadas como la primera semana de la exposición.
Dejando aparte la espectacular campaña de marketing y el formato de venta -más parecido al de un concierto de Rosalía que a la democrática cola en la taquilla del museo-, ¿cuáles son las claves que pueden explicar esta fascinación por Vermeer casi cuatro siglos después de su nacimiento?
Delft
Hablar de Vermeer es hablar de Delft y viceversa. En su espectacular ‘Vista de Delft’ al inmortalizar el perfil de su ciudad desde el río, el pintor, de alguna manera, nos dejó un retrato de su vida: a la derecha se aprecia la Iglesia Nueva (de Niuewe Kerk), en la que fue bautizado en octubre de 1632, mientras a la izquierda se vislumbra la torre de la Iglesia Vieja (de Oude Kerk) donde está enterrado. La floreciente Delft de mediados del siglo XVII protagonizaría los poquísimos paisajes que pintó: la vista mencionada, ‘La Callecita’ y un tercero del que solo conocemos su existencia por el catálogo de una subasta.
El pequeño Johannes creció en la bulliciosa plaza del Mercado, en un albergue propiedad de su familia, ‘De Mechelen’, en el que su padre ejercía además como marchante de arte. Profesión que, años más tarde, el hijo combinaría con la pintura. Vermeer llegó a presidir el gremio de artistas de Delft, el Sint Lucasgilde, y fue miembro asimismo de la milicia civil de la ciudad, de Schutterij.
En 1672, las guerras con Francia e Inglaterra pondrían fin a la prosperidad de la República holandesa y de sus ciudades. La ruina de sus ricos comerciantes y el consecuente hundimiento del mercado del arte supuso también la ruina de Vermeer, que moriría el 15 de diciembre de 1675 con tan solo 43 años, tras una corta enfermedad.
Chicas de película
Salvo en contadas excepciones, en los cuadros de Vermeer los hombres (si aparecen) juegan un papel secundario, de espaldas, de perfil, junto a la protagonista absoluta, que suele ser una mujer joven, centro de esas historias que nos cuentan sus obras.
Una joven que no aparta los ojos de nuestra mirada curiosa, mientras su boca entreabierta acentúa la belleza de unos labios iluminados por el reflejo de una perla. Que decanta la leche o hace encaje con el mismo esmero que interpreta una pieza frente al clavecín o toca el laúd. Que se atreve a charlar tranquilamente con un militar mientras los rayos de sol iluminan su rostro sonriente. Que escribe cartas, las lee o las recibe con expectación. Escenas de la vida cotidiana narradas con maestría que nos hace preguntarnos por los sucesos anteriores y posteriores a ese momento único.
Cuando la luz entraba por la izquierda y las vacas comían mangos
Además de la sofisticada luz que ilumina sus pinturas – casi siempre a través de una ventana situada a la izquierda–, en la obra de Vermeer el uso del color dota de un brillo especial a sus cuadros. Su particular receta incluye mezclar magistralmente pigmentos que contienen ingredientes como el plomo para el blanco, la orina de vacas alimentadas exclusivamente con mangos para el amarillo, o el lapislázuli para los azules.
La aplicación de las nuevas tecnologías en la restauración de sus obras nos ha permitido descubrir algunos de los secretos de su técnica. Los objetos y personajes ya pintados podían cambiar de lugar hasta que encajaban en la escena que el artista tenía en mente. Un puntillismo estratégico, que no es fácil de detectar a simple vista, le ayudaría a dar el luminoso toque final a sus composiciones.
El poder del interior
Los cuadros de Vermeer nos invitan a sumergirnos en la serena atmósfera de una habitación burguesa vestida con los ricos cortinajes y brocados de la época. Un espacio donde reina la calma y un sutil simbolismo. Cuadros, mapas, joyas, instrumentos musicales… son algunos de los objetos que se repiten en sus pinturas para añadir contexto y contenido. Precisamente esos cuadros dentro del cuadro son los que a menudo nos sugieren el mensaje alrededor del cual gira la acción: un cupido, un barco velero que evoca al hombre ausente cuya carta acaba de llegar a manos de su amada…
Un universo atrayente y sorprendentemente zen, si tenemos en cuenta que su creador vivía en una casa en el ruidoso centro de Delft, rodeado de su numerosa prole: de los quince hijos que tuvo con Catalina Bolnes, al menos once sobrevivieron.
Hombre rico, hombre pobre
Aunque conocemos datos generales de su vida que nos permiten crear un relato sobre él, Vermeer es una figura un tanto misteriosa a la que ni siquiera podemos ponerle cara, al menos no de una manera fehaciente.
Procedente de una familia protestante, había subido varias escalas sociales al casarse con la católica Catalina, pese a la probable oposición inicial de la acaudalada madre de esta.
Teniendo en cuenta su estatus y profesión, resulta insólito que no haya ningún autorretrato suyo. Rembrandt pintó decenas. El rostro elusivo de Vermeer podría ser el de la figura masculina situada en el extremo izquierdo de una de sus pinturas, ‘La Alcahueta’. El gorro negro, propio de los pintores de la época, y la coincidencia de atuendo con el pintor sentado de espaldas en otra de sus obras, ‘El arte de la Pintura’, son los elementos que delatarían el supuesto “cameo” de Vermeer.
Los últimos tres años de su vida tuvieron que ser duros, no vendió ni un cuadro propio ni ajeno. A su muerte, Catalina acabaría saldando la deuda que la familia tenía con el panadero local, con pinturas de su marido.
El caso Vermeer
Vermeer cayó en el olvido hasta que, en el siglo XIX, el crítico Teófilo Thoreé lo rescató con sus entusiastas alabanzas. Su escasa producción -se estima que pintó entre 40 y 50 cuadros a lo largo de su vida, unos dos o tres al año- se convirtió en un producto muy codiciado a principios del siglo XX. Desde entonces, las icónicas pinturas de Vermeer se han ido convirtiendo en las estrellas de los museos que las albergan y se han visto confrontadas también con el lado oscuro de la fama: robos, falsificaciones, asaltos, explotación desmedida de su imagen…
Uno de los falsificadores de arte más famosos de la historia, Hans van Meegeren, estuvo a punto de ser sentenciado a muerte en 1945, cuando seis de sus Vermeers aparecieron en la colección privada de Goering. Para librarse de la acusación de haber vendido arte robado a los nazis (tal era la calidad y semejanza con los originales), tuvo que coger el pincel de nuevo y mostrar su técnica.
‘La Carta de Amor’ fue sustraída del Museo de Bellas Artes de Bruselas durante una exposición temporal en 1971. Separada toscamente del marco que la encuadraba con la ayuda de un pelador de patatas, acabó enterrada bajo la hojarasca en un bosque, hasta que se negoció su rescate. Si tienen entrada para la actual retrospectiva del artista, pueden comprobar la calidad de su restauración durante su visita. De la suerte de otra célebre pintura de Vermeer, ‘El Concierto’, que fue robado en Boston en 1990, no se sabe nada, pese a la cuantiosa recompensa ofrecida para recuperarlo.
Pero la obra más famosa de Vermeer es sin duda ‘La Joven de la Perla’. Su imagen, conocida en todo el mundo, ha inspirado a escritores y cineastas y se utiliza tanto para anunciar refrescos como para vender bolsos. A la original, sin embargo, el estrellato le permite ser muy selectiva, apenas viaja. Hizo una excepción con el Rijksmuseum pero, tras compartir cartel con otras joyas del pintor al inicio de la exhibición, ya está de vuelta en casa: el museo Mauritshuis de La Haya. Si quieren disfrutar de la esencia de Vermeer, con algo más de espacio a su alrededor, ya lo saben. A veces menos es más.