Ni de acá ni de allá
Le aseguró que venían de vacaciones. Lucrecia Vis huía de una mala relación y, para poner distancia y empezar de nuevo, se vino a casa de unos parientes en Frisia. A Adriana, al principio, le encantó Holanda: su limpieza, su orden, sus flores, sus canales y puentes, pero después de unos meses, empezó a extrañar Argentina. Allí había dejado a un novio, un chico argentino que le prometió que la esperaría. Cuatro años después, a los 18, se fue a Argentina a buscarlo, lo convenció y se lo trajo. Se casaron, empezaron una familia, prosperaron, y ahorraban casi todo su dinero para poder ir a Argentina con la familia cada dos años. En 2007, el hermano mayor de Adriana, que también estaba acá, falleció de muerte súbita. Ahí fue que se replanteó su vida.
“Cuando ya tenía mi vida armada, siguiendo lo que la sociedad impone, ya de grande me empezaron a llamar las raíces argentinas. Si quería ver a mi propia madre tenía que hacer una cita, los cumpleaños, todo, estaba organizado de antemano. Empecé a notar que mi vida era muy fría, que tenía todo pero que no era feliz”, me dijo en la charla que compartimos en la mesa de la casa de Ida, la noche antes de subirme al micro de vuelta a Buenos Aires.
Había ciertas cosas de Holanda a la que ni Adriana ni su marido llegaron a acostumbrarse, como cenar a las seis de la tarde. “Yo sentía que, aunque viviera en Holanda toda mi vida, nunca iba a ser considerada holandesa. Siempre iba a ser la argentina”.
Entonces, después de 20 años viviendo en Holanda, en 2009, con dos hijas adolescentes y un niño de seis años, Adriana y su familia se fueron. A una Argentina por siempre en crisis. Pero igual así, consiguieron trabajo, los chicos aprendieron mejor el español y terminaron sus estudios. Entonces, sus dos hijas, Sofía y Estefanía, decidieron volver a Holanda. Ellas, que habían nacido y pasado su infancia en Holanda, nunca se terminaron de acostumbrar a la forma de vida argentina.