Hay palabras que tienen un perfil más bien discreto. Hasta que un día dejan el anonimato y se convierten en materia de portada. Stikstof, por ejemplo, dudo que se mencione en las clases de cultura y lengua neerlandesa para extranjeros, pero es posible que en breve tengan que dedicarle un capítulo entero. Proviene de stikken (asfixiar) y se utiliza para denominar ciertos gases contaminantes derivados del nitrógeno, que se generan principalmente en la agricultura intensiva y los procesos industriales; y cuyas excesivas emisiones a la atmósfera holandesa constituyen un grave problema que preocupa hasta en Bruselas. Pese a estar claramente identificado, no siempre ha recibido la atención que merece.

Hasta hace muy poco los gobernantes holandeses podían hablar de este tema sin alterar el rostro. El día 13, sin embargo, el primer ministro, Mark Rutte, anunció, con tono melodramático, la bajada de la velocidad máxima de 130 a 100 kilómetros por hora –los automóviles también emiten este tipo de gases, aunque en menor medida que las vacas–. Una medida de emergencia que calificó como la mayor crisis de sus nueve años de mandato y que lo convirtió en la diana favorita de los programas de sátira política. A primera vista, el súbito cambio de tono y la medida elegida parecían bastante peculiares, pero si nos fijamos en la secuencia de los hechos, la actuación de este experimentado político tiene su lógica.

Mark Rutte, anunció, con tono melodramático, la bajada de la velocidad máxima de 130 a 100 kilómetros por hora –los automóviles también emiten este tipo de gases, aunque en menor medida que las vacas–. Una medida de emergencia que calificó como la mayor crisis de sus nueve años de mandato.

No se puede negar que hemos tenido un otoño muy “caliente”. Empezó con una manifestación pacífica en La Haya en contra del cambio climático. Una semana después, miles de campesinos holandeses aparcaban sus tractores en el Malieveld, para reivindicar que ellos también existen y dejar claro que están hartos del papel de villanos que se les adjudica en la crisis medioambiental. Esta acción les granjeó cierta simpatía, pese a haber causado el atasco del siglo: se registraron congestiones de tráfico de más de mil kilómetros ese día. En vista del relativo éxito de sus protestas –en algunas provincias se les ha concedido una moratoria–, el sector de la construcción decidió imitarlos. Hay muchos proyectos suspendidos por el alto impacto medioambiental. Le siguieron más manifestaciones y discursos sentidos de los políticos de varios signos, incluyendo el del señor Rutte que hizo mención específica a los trabajadores de la construcción y sus empleos como una de las razones principales para limitar la velocidad máxima. La reducción inmediata de emisiones obtenida con ella permitiría que la construcción se reactivara para Navidades.

Todavía está por ver si esta medida realmente ayudará a desbloquear la situación. El problema es complejo y la solución no es fácil. Hay demasiados intereses económicos en juego y lo más importante, nuestra salud y la de nuestro medio. Lo más probable es que la temperatura siga subiendo este invierno, pero yo no subestimaría la estrategia del primer ministro: introduciendo una medida de alcance tan amplio, ha trasmitido un mensaje bien claro a los sectores implicados. Este es un problema cuya solución requiere medidas que nos afectan a todos, empezando por él –los votantes de su partido, en general, más amantes de la velocidad que de la naturaleza, no están nada contentos–. La necesidad obliga.