Asegura que la coreografía es el arte de convencer con las palabras, un arte que nace mutilado porque depende de otros, los bailarines, para existir. Pero lo cierto es que Jiří Kylián no sólo comunica con el lenguaje: las palabras se entrelazan con el gesto acompasado de las manos en una expresividad que fluye sin esfuerzo, y sin descanso. El que fuera director del Nederlands Dans Theater durante más de 30 años, es hoy uno de los máximos exponentes de la danza contemporánea a nivel mundial. En el año en que la cultura holandesa le rinde homenaje por su 70 cumpleaños, Kylián recibe a Gaceta Holandesa en su casa de La Haya, entre obras de fotografía, esculturas de vidrio y grabados de su querida Praga.

En 1982 volvió a su país por primera vez después de haber renunciado a la nacionalidad checa años antes. Y lo hizo con su compañía de ballet holandesa, una de las más reputadas. ¿Cómo fue?

Me fui de Checoslovaquia en 1967, cuando todavía era un país muy comunista. La primavera de Praga ocurrió cuando yo ya estaba en Londres. En 1968 volví y 14 días después los rusos entraron y todo cayó. Pero yo pude irme legalmente con un contrato que había firmado con el ballet de Stuttgart, eso sí, aceptando la extorsión del gobierno checo de pagarle el 6% de mi salario. Lo hacían porque se suponía que te mandaban ellos, una farsa criminal. Cinco años después renuncié a volver y perdí mi pasaporte. Así que cuando fui con el ballet de Holanda tuvieron que darme una especie de salvoconducto para apátridas. Y eso volviendo a mi propio país era algo extraordinario, me podían haber metido en la cárcel. El día del estreno el teatro se desbordó, había cientos de personas de pie por todas partes y se pasaron un buen rato aplaudiendo. Fue una sensación abrumadora. Fue una de esas ocasiones que pasan en la vida en la que uno realmente no comprende lo que pasa, que se escapa de nuestro control. Y esto fue así, una euforia colectiva totalmente inesperada.

Y ahora celebra su 70 cumpleaños…

¡Sí! Más bien yo diría que me lo celebran, porque no he participado en la organización. Pero debo decir que el repertorio que han elegido es muy representativo de mi obra, forma parte de lo que yo también considero que es lo mejor que he hecho. Y sobre mi edad…mi madre era bailarina y murió a los 104 años. Cuando la llamaba para felicitarla siempre me decía que cada día era su cumpleaños, porque a esa edad cada día cuenta. Solemos mirar al paso del tiempo en intervalos de años, los que vamos cumpliendo, sin ser conscientes de que cada instante que pasa envejecemos un poco más. Esto es algo que sí empiezo a apreciar ahora.

Ahora que ya no crea coreografías para el Nederlands Dans Theater (NDT) sino para su propia compañía, ¿se siente mucho más libre? ¿está disfrutando más que antes?

Ser director de una compañía de danza es muy complicado: la responsabilidad es enorme porque uno tiene a su cargo a gente muy joven que está forjando su identidad, que están por hacer. Y cuando se forman artísticamente deben parar de bailar porque se han hecho mayores. Por eso decidí crear la compañía NDT3 para bailarines más mayores. Fue todo un éxito, un experimento muy particular en el que participaron grandes coreógrafos como Maurice Béjart o William Forsythe. Todo el mundo lo apreciaba, pero, de repente, el interés se perdió, y despareció. Nunca llegó a estar oficialmente financiada por el Estado, era una compañía muy pequeña, de unas diez personas, que cubría casi todos sus gastos con los ingresos por las representaciones. Pero había una parte que completábamos con los beneficios que daban las otras dos compañías NDT1 y NDT 2. Creo que por esta razón, por no querer financiarla a partir de las otras dos, es por lo que acabó desapareciendo. Pero fue una época en mi carrera muy especial, totalmente única.

 

Jiří Kylián durante la entrevista © Fernández Solla Fotografie

La comunicación con los bailarines más veteranos ¿es más fluida?

Mucho más, es un placer trabajar con ellos. Porque un bailarín joven, de 17 o 20 años, es un libro de tres páginas, mientras que uno de 65 o 70 es como una Biblia, con todos los registros que quieras. A ellos también les encanta ir por sus páginas buscando la que mejor se adapta a lo que les pides. Y están muy agradecidos de esta nueva oportunidad porque además ya no tienen que demostrar nada. Hace tiempo que dejaron atrás el estrés por ser alguien en el mundo de la danza. Es como si al llegarle la sentencia de muerte a un bailarín, yo cogiera el papel y lo rompiera en pedazos. Y ese gesto tiene mucha importancia también para los bailarines más jóvenes, que ven cómo su carrera no tiene por qué terminar pronto y se lo toman con más calma.

¿Cómo se forma un coreógrafo?

Un coreógrafo debe conocer muy bien el lenguaje corporal pero sobre todo debe ser capaz de comunicar muy bien, de utilizar el otro lenguaje para convencer al bailarín de una idea, para que vea lo que yo veo y la interprete con esa fuerza. Es un triángulo muy interesante: el coreógrafo, los bailarines y la audiencia. El primero debe transmitir al segundo una idea que éste trasmite a su vez al tercero, que es el espectador. Por eso hay que saber mucho de psicología. Si soy un pintor, con mi pincel dibujo en el lienzo lo que quiero trasmitir, pero como coreógrafo tengo que pedirle a otro: ¿puedes hacer esto por mí? Cuando llegué aquí para dirigir el NDT tenía 28 años, ¡era un bebé! Había bailarines que eran más mayores que yo y eso hacía que tuviera que imponerme para que me tomaran en serio. Era mucho menos flexible que ahora.

Y respecto de la audiencia, ¿ha cambiado mucho su relación con la danza en las últimas décadas?

Claro, porque el primero que ha cambiado he sido yo. Uno no crea igual con 30 que con 60. Por ejemplo, “La Sinfonía de los Salmos” la hice en 1978 con una idea inicial que todavía permanece, pero que cambia, se actualiza, cada vez que la volvemos a interpretar. Siempre la veo con una mirada nueva, siempre hay algo más que le cuento a los bailarines. Los buenos trabajos crecen en profundidad con los años, te permiten perderte en ellos y reinterpretarlos sin perder su esencia. 

A la izquierda, teaser de La Sinfonía de los Salmos. A la derecha, algunos fragmentos de obras representadas por NDT III

Usted es un coreógrafo que se ha atrevido con el humor, la pantomima, algo difícil de entender de la misma manera por los espectadores del mundo entero…

Es imposible transmitirlo igual. El humor es un asunto muy serio. Para contar un chiste o hacer una broma, la cadencia es sumamente importante: hay que saber hacerlo en el tiempo preciso. Si representas una tragedia y nadie llora, no pasa nada, pero si estoy haciendo una broma y la gente no se ríe, algo va mal. Y en la danza es todavía más complicado. Porque cuando se trabaja con los bailarines en la ejecución de la broma, se insiste en los detalles: “tú reacción tiene que ser así, o tú tienes que ponerte aquí”…entonces la espontaneidad se pierde y la broma también. Por eso hay que confiar en que saldrá, no trabajarlo demasiado y cuando el momento de la verdad llega y se muestra al público, ¡todo el mundo se ríe! Pero lo cierto es que llevar a escena obras satíricas puede ser un trabajo muy frustrante. Muchas veces he pensado que no saldría bien, muchas, porque no terminaba de transmitirles la idea a los bailarines. Por eso, en estos casos, ser diplomático y psicólogo es crucial. Lo malo es que uno se da cuenta de esto demasiado tarde. Ahora sería mejor director de lo que he sido, pero ya no tengo la energía.

 ¿A qué se dedica actualmente?

Ya no hago coreografías sino cine y fotografía. Tengo muchos planes en este sentido. Pero tengo 70 años y eso hace que, cuando me pongo con algo nuevo, quiera estar seguro de que el tiempo que le voy a invertir merece la pena. Y al final pierdo más tiempo pensando en lo que voy a hacer que haciéndolo…pero no pasa nada, incluso si creo algo que se queda en el cajón, me vale. Compartirlo con otra persona, una más, eso es lo que realmente me gusta.

¿Por qué es tan aficionado al folclore y a la cultura popular?

El folclore en sí no me gusta, lo que me apasiona de él es que representa una idea esencial: la prueba de que la danza es la forma de expresión más básica de los seres humanos, que la necesitamos para vivir, que es inherente a nosotros. El ballet y la música clásica pueden parecer elitistas pero el folclore es algo que todos compartimos, que ha estado y está presente en todas y cada una de las culturas.  

Dos instantes de las representaciones Bella Figura y Chapeau, este año en Montecarlo, en homenaje al 70 aniversario del artista.

¿Cómo ha influido su condición de apátrida en su trabajo? Ha vivido en muchos países y en el que nació ya no existe…

Me considero un ciudadano del mundo y los nacionalismos no son lo mío pero no se puede negar que uno nace en un lugar determinado del mundo y que eso le proporciona un bagaje cultural. Soy una persona cosmopolita, pero la sangre no es agua, y todos estamos perfilados por el lugar donde nacemos y crecemos. Sobre Praga siempre digo que es como una prostituta: Praga se viste para encantar a la gente, cambia constantemente y no siempre lo hace en su beneficio. Es un lugar extraño, controvertido, pero yo la adoro, me encanta. Checoslovaquia ha sido un país sometido a varios imperios, y la sátira, la comedia, era la manera de expresarse y posteriormente, de combatir el comunismo.

Si tuviera que pensar en un colofón para su carrera artística, una frase, una palabra, ¿cuál sería?

Mi epitafio, quieres decir (ríe). Quizás invente un lenguaje nuevo, que nadie comprenda. O un idioma muerto hace tiempo. Para explicar una de mis obras, “No More Play”, suelo decir que es como si los bailarines jugaran a un juego cuyas reglas han sido escritas en un idioma olvidado que no entienden, por lo que sólo saben si han hecho una buena jugada a posteriori, después de mover ficha. Como en la vida. Eso mismo querría transmitir.