Para la mayoría de las familias, la llegada de un hijo es un acontecimiento rodeado de misterio y emoción. Cuando los padres provienen de culturas y lugares geográficos distantes, a la dulce espera se le pueden sumar unas cuantas incógnitas adicionales: ¿resurgirán el ritmo sandunguero y la cabellera azabache del abuelo –colombiano, gallego, andaluz…–? ¿O se impondrán, por el contrario, las ondas rubias y los ojos azules del padre nórdico o el carácter cuadriculado de la abuela alemana? Pero en Holanda, el país de los hombres más altos del mundo, la altura es posiblemente uno de los elementos que más juego puede dar…
Hace unos días, estaba en una cafetería de La Haya, cuando la conversación de la mesa de al lado me transportó al patio del colegio, al que asistieron mis hijos durante sus primeros años en Holanda. Las tertulianas, un grupo de madres de procedencia diversa, pasaban revista a sus árboles genealógicos –remontándose hasta los abuelos italianos de unas, y los naturales de lugares más cercanos de las holandesas–, sin olvidarse del de sus parejas, padres de los retoños que acababan de dejar en una escuela de primaria cercana. En un momento dado la conversación evolucionó de manera natural hacia los reyes de la casa. Entre risas y capuccinos, las mamás pasaron revista a la altura de su prole, hasta llegar a la inevitable comparación con la del resto de los niños de la clase. De la mayoría de los comentarios se desprendía el deseo subyacente de que sus criaturas fueran altas el día de mañana; y coincidían en que los holandeses de pura cepa tenían las de ganar en esta particular lotería.
Como madre de un estudiante hispano holandés, que durante gran parte de su vida escolar fue el más pequeño de su clase, estuve tentada de añadir mi granito de arena. Al fin y al cabo, la cercanía de su mesa y el volumen de sus voces me habían hecho partícipe involuntaria de la conversación. Me contenté con rememorar mi reciente viaje a España, donde mi hijo está haciendo unas prácticas relacionadas con sus estudios. Durante nuestra visita, su padre y yo tuvimos la oportunidad de verlo en acción e incluso hablar con sus jefes y compañeros de trabajo. También nos pusimos en sus manos para descubrir los encantos de la ciudad donde transcurre esta experiencia. Cuando nos despedimos de él, al cabo de unos días, aunque medía lo mismo que hace dos meses –algo por debajo de la media holandesa–, nos pareció altísimo.
También me vino a la mente una memorable fiesta en los alrededores de Utrecht, hace muchos años. El anfitrión medía dos metros y su mujer tan sólo cinco centímetros menos. Sus hijos, que entonces tenían dos y cuatro años, miraban por encima del hombro a los míos, pese a tener edades similares. Esta pareja holandesa se acababan de comprar un sofá que les había costado un ojo de la cara. Cuando mi familia se sentó en él, mis hijos no fueron los únicos a los que no les llegaban los pies al suelo…Había más de un objeto sobredimensionado en aquella casa. Mientras nos daban el gran tour, entre las evidentes muestras de orgullo, a menudo se colaba algún comentario quejoso sobre el precio de las reformas y demás muebles a medida. Por no hablar de las dificultades para encontrar ropa de su gusto o lo incómodo que les resultaba tratar de meterse en la clase turista de un avión.
Salí de aquella casa tan «chula», completamente curada del absurdo complejo de bajita que me había asaltado en la adolescencia. Y en cuanto a los «niños»…, nunca estarán entre los más altos de Holanda, pero, como a cualquier madre, no puedo evitar que se me caiga la baba con ellos: tanto cuando los veo marcarse unos pasos de salsa, como cuando andan en la bicicleta cargados como mulas, sin que se les mueva un pelo del flequillo.