Ser la «hija o nieta de la ferretera» fue el mote que recibí toda mi vida, por eso el anonimato que hoy vivo en Diemen, al principio me resultó muy extraño. Desde pequeña, esa fue mi etiqueta, la referencia cotidiana con la cual los vecinos del barrio se referían a mí. No era ofensivo ni tampoco amable por su parte, no tenía sentido peyorativo ni positivo. Simplemente, con esas palabras, cualquier miembro del barrio podía ubicar y asociar inmediatamente de quién estaban hablando, sobre todo cuando querían acusarme de algo, situación cotidiana en mi niñez. Pero así como yo era la «hija de la ferretera», también estaban «los gallegos de la panadería», «los canarios del puesto», «el botija de la gomería». Era y creo que aún es, la norma para referirse a los vecinos en muchos barrios. Me refiero al hecho de asociar a las personas con sus características más visibles, su profesión o su físico.
Nací y me crie en las afueras de Montevideo, en un barrio alejado del centro, donde todos se conocen y saben de las vidas del otro, incluso más que de la propia. Mis abuelos se establecieron en el corazón del centro comercial, a fines de los años setenta, invirtieron en la única ferretería que había por ese entonces y se convirtieron rápidamente en referentes del barrio. Por aquellos años, previos al boom de las grandes y globales marcas, los comerciantes eran vistos como seres especiales, como iconos. Incluso como personas de mucho dinero que inspiraban respeto. Hoy las cosas han cambiado, pero esa es otra historia.
Lejos de ese mote y de mi barrio natal, mi realidad actual es completamente diferente: la relación con mis vecinos cercanos es cordial, no puedo decir lo contrario, pero es casi inexistente. Nos saludamos con educación pero de forma fría y distante.
Con el tiempo he aprendido a que no es algo bueno ni malo, que simplemente es, que puede haber más o menos confianza, mientras exista el respeto. Y que está bien. No tenemos porqué ser cercanos, ni hacernos chistes cada día.
Pero todo esto lo aprendí con los meses, al principio no me resultó tan sencillo.
Pese a compartir las paredes laterales con mis vecinos, me fue difícil verles las caras el primer mes, sabía que había familias en ambos lados de mi casa pero apenas me los había cruzado, no sabía sus nombres, no nos habíamos presentado.
Lo cierto es que tanto mi pareja como yo estábamos ocupados con la mudanza, con la llegada de nuestros muebles y además teníamos que colocar el piso en la casa. (Sí, leyeron bien, ¡COLOCAR EL PISO DE LA CASA que acabamos de alquilar! Algo impensable en Uruguay, que la casa venga únicamente con la base de hormigón como algo cotidiano y común). Aquí hay diferentes modalidades de alquiler y una de ellas es sin nada, completamente pelada. ¿Loco, no?
Pero regresando al tema que nos atañe, al pasar el primer mes comenzamos a cuestionarnos: “¿será normal? Quizás no les gustan los extranjeros, quizás debimos haber insistido nosotros, ser más amables». Incluso le echamos la culpa al frío, pero el tiempo pasó, los tiempos lindos llegaron y nada cambió demasiado.
El segundo mes tuvimos el primer acercamiento de nuestra vecina holandesa y fue bochornoso: vino a nuestra puerta a rogarnos silencio. ¡Sentimos mucha vergüenza! Poco sabía ella de nuestra pasión por el fútbol y no podía entender qué gritáramos tanto, nos confesó que pensó que estábamos peleando y rompiendo los muebles. Nosotros simplemente mirábamos y animábamos a nuestros equipos durante el clásico del fútbol uruguayo donde mi pareja y yo somos aficionados de los cuadros rivales. Nos sentimos incomprendidos y muy lejos de casa, realmente lejos. Nuestra pasión fue cuestionada, y eso nos dolió. Hoy tratamos de ser menos ruidosos, pero el amor por la camiseta es difícil de contener.
Pero esto no fue todo, la sorpresa no tenía límites por aquellos primeros tiempos y los malentendidos tampoco. Resultó ser que en este país, puede ser que no hables nunca con tu vecino, que apenas sepas su nombre, pero sí puedes recibir su correspondencia y confían en ti para eso.
Muchas malas caras recibí del señor del correo cuando, sin conocer esta tradición, me negaba a dejar paquetes ajenos en mi casa y él se iba enojado. Un día lo comenté con mi pareja y este lo hizo en su trabajo y resultó que yo había sido la descortés y poca simpática por no recibir un encargo que no era para mí. Cosas que se aprenden, relatos que le sorprenden a mis familias, curiosidades de ser extranjera en un país lejano, de costumbres distintas y con barrera idiomática.
Al pasar tiempo y desde que los comencé a recibir, el muchacho del correo me mira mejor y me sonríe agradecido. Creo que hasta me deja los de todo el barrio por haberme negado antes. Y yo, aunque me sigue resultando extraño, los recibo feliz. Incluso disfruto cuando vienen a retirarlos, porque así y solo así, puedo mantener algún tipo de diálogo con ellos, verles las caras, charlar aunque sea del tiempo y practicar mi holandés.
Excelente artículo!!! Y siempre muy interesantes las anécdotas de Milka!!
Milka, la verdad es que sí, hay muchas curiosidades en esto de ser ser extranjeras en un país lejano, como tú bien dices! Gracias por contarlas.