El trabajo de Marije Vogelzang es difícil de definir. A medio camino entre el mundo de la gastronomía y del diseño, sus proyectos sobre la relación humana con la comida se encuentran en tierra de nadie, algo que la ha hecho mundialmente conocida. Mientras monta una mesa con un mantel que cubre los platos en una feria de diseño, expone un proyecto en Budapest en el que mujeres gitanas dan de comer con sus manos a perfectos extraños que no las ven. Todas sus instalaciones y colaboraciones con empresas persiguen la misma idea de devolver a la comida el protagonismo que merece: celebrarla en torno a una larga mesa; comerla despacio, jugar con ella, experimentar. Paradójicamente, lo hace desde Holanda, un país sin tradición gastronómica.
Usted centra gran parte de su trabajo en el aspecto social en torno a la comida. ¿Es precisamente porque en Holanda este rasgo no forma parte de su cultura tanto como en otras sociedades?
Aunque es algo importante de mi trabajo, no me dedico solo al acto social de comer sino que también miro la comida desde un punto de vista sociológico, político… Diseño y comida son dos mundos que se están empezando a encontrar en Holanda y creo que es por lo que mencionas, porque este país no tiene los rituales en torno al comer que existen en otros lugares del mundo. En cierta manera es un terreno fértil para este tipo de disciplina porque partimos de cero: la gente está curiosa y abierta a ideas nuevas; no tenemos que pelear contra tradiciones en torno a esto porque aquí sencillamente no existen. Por ejemplo, nadie nos va a decir que con la comida no se juega.
Hace muchos años sí había una cultura gastronómica arraigada en Holanda, ¿no queda nada de eso?
En el siglo XVII tuvimos una edad dorada en la que existía algo así gracias a los ingredientes exóticos que se importaban en los grandes barcos. Pero después de esta época llegó el calvinismo y la fastidió. Ya no se podía disfrutar del acto de comer, la comida solo debía verse como alimento y no como una fuente de disfrute y placer. Y ha habido otras causas que también han definido el carácter de los holandeses en torno a la comida: la industrialización nos llevó a comer rápido durante el día porque la jornada laboral no paraba; y la tercera ha sido el feminismo, que es un gran avance, eso es indiscutible, pero también ha significado que la mujer empezara a trabajar y no pasara en casa el tiempo necesario para preparar las comidas como se hacían antes.
Para usted, la comida es importante y debería volver a tener un lugar protagonista en nuestras vidas, ¿no cree que se enfrenta a la tendencia actual de vivir deprisa, de comer cualquier cosa y rápido para seguir con otras tareas?
Llevamos años viviendo la tendencia contraria a esto: cada vez son más lugares que abogan por el concepto de “slow food” y estoy convencida de que irá a más. Porque la cuarta razón a lo que comentaba antes sobre la forma de comer en Holanda tiene que ver con la falta de una religión. Conforme la sociedad se hace menos religiosa, ese respeto que antes existía hacia la comida, bendecida por Dios, se ha perdido. Y a esto se añade que ya no vivimos en tiempos de escasez, y por lo tanto lo que comemos ya no es un bien preciado. La idea en torno a respetar la comida, a darle el valor que merece, apenas existe. Nos vemos como individuos con derechos y la comunidad que antes compartía el pan en un ritual religioso deja de tener sentido. Al mismo tiempo que este individualismo crece, parece que la gente echa de menos cierta espiritualidad, estos rituales que aglutinan, porque son intrínsecos a nuestra naturaleza humana. Por eso tengo una idea positiva del futuro, creo que acabaremos creando nuevos rituales para compartir momentos en torno a la comida. Y es probable que esto llegue después de crisis de escasez de algunos alimentos, porque si seguimos consumiendo la comida a este ritmo esto pasará. Y entonces volveremos a valorarla otra vez. Los sucesos negativos pueden tener consecuencias positivos.
Manteles que se alzan al techo en lugar de bajar, comensales con los ojos vendados…las mesas que usted instala por todo el mundo suponen una gran implicación por parte de los participantes. ¿Cuál ha sido la cultura que más le ha sorprendido por cómo reaccionó la gente a lo que usted les pedía?
Al principio cuando viajaba con mis instalaciones a otros países tenía miedo de que se rieran de mí al saber que era holandesa, sin cultura gastronómica alguna, y que no me tomaran en serio. Tenemos una buena reputación como diseñadores pero muy mala como gastrónomos así que con lo mío nunca se sabe cómo reaccionará la gente. Pero cuando fui a Japón me sorprendió mucho cómo fue la experiencia. Aunque los japoneses son reservados, no se tocan entre ellos y es una cultura digamos más cerrada, cuando les propuse un experimento en el que tenían que dar de comer a extraños, al explicárselo bien, lo entendieron perfectamente y se pusieron a ello sin problemas. Tenían que dar de comer a otro comensal sentado en frente y con los ojos vendados así que les pedí que antes de empezar, les tocaran la mano para avisarles. Y curiosamente varios de ellos no levantaron la mano después, la estuvieron tocando todo el rato y mientras les daban de comer se preocupaban por limpiarles la comisura de los labios. Eran perfectos extraños pero se comportaron con una delicadeza y una cercanía increíble. Quizás acaban saliendo bien porque en el fondo estoy pidiendo algo que se hace igual en todo el mundo: al fin y al cabo, dar de comer no es un rasgo cultural sino animal. Y ver cómo la gente comparte ese mismo lenguaje en todas partes, desde que somos niños, es muy reconfortante.

Al contrario que en el diseño industrial, usted no vende el producto que diseña, ¿cómo puede llegar al gran público con sus mensajes?
Trabajo mucho con la industria alimentaria, por ejemplo con Nestlé, aportándoles ideas positivas y creativas que pueden aplicar en sus productos y de esta manera hacer llegar estos mensajes a más gente. Y además creo que tanto el mundo del diseño como el de la alta gastronomía, a pesar de vender algo que pocos pueden comprar, sirven de referencia para muchas personas que les toman como ejemplo. En Instagram hay muchas páginas de amantes de la cocina que, inspirados por estos chefs, se ponen a experimentar y a crear platos nuevos en su casa. Servir de inspiración puede tener un gran impacto también. Y hay otros proyectos con los que llego a una mayor audiencia como uno que hice hace unos años con el hospital de Gouda para combatir la malnutrición de los pacientes. Al parecer, el 40% de los que ingresan lo hacen con un cierto grado de malnutrición pero esta cifra cuando les dan el alta es del 60%. Y este aumento no se debe a la comida que toman allí sino a muchos otros factores como la falta de apetito en el postoperatorio, la ansiedad, problemas para deglutir, los efectos de la medicación, etc. Me pidieron que elaborara un menú para el hospital en el que incluyera los tentempiés que toman entre las comidas, que en ocasiones es una chocolatina Mars, por ejemplo. Desde el punto de vista energético, la barra de chocolate puede ser adecuada pero un Mars es, creo yo, hasta irrespetuoso para el paciente. Así que yo les propuse utilizar su menú pero cambiando la presentación, haciendo las porciones más pequeñas, con nombres más atractivos, para llamar la atención y animar a comerlo. Además, pusimos un pequeño recuadro en los mantelitos desechables para que el paciente pudiera escribirle una nota al cocinero y lograr que se comunicaran entre ellos, algo que antes nadie hacía. Y por lo visto funcionó bastante bien.
Forma parte del mundo de la gastronomía, lo foodie, pero también del diseño, ¿en qué ámbito se encuentra más cómoda?
Trabajo con chefs, colaboro con ellos, pero no hago su trabajo. Les respeto demasiado como para creerme una de ellos. Estoy muy feliz de formar parte del mundo del diseño, eso fue lo que estudié, y de participar en eventos de gastronomía cuando me invitan. Suelen pedirme que les muestre las instalaciones que hago para coger ideas que les puedan servir a ellos en sus restaurantes. Y aunque estoy en tierra de nadie me siento muy bien en el lugar que ocupo: me gusta saber que no diseño objetos que al final se quedan como otro más de los muchos que acumulamos y no usamos, y al mismo tiempo me honra ver que me he ganado el respeto de los diseñadores, con un departamento en la universidad de Eindhoven donde hemos empezado a formar a futuros diseñadores en el mundo de la comida. Y en cuanto al otro ámbito, me gusta verlo desde fuera, darme cuenta de que no se trata solo de gastronomía sino que cuando hablamos de comida nos referimos al suelo que pisamos, al uso que hacemos de la tierra, a la basura que generamos, a los sistemas de producción, es interminable. Aquí me siento libre, con espacio vacío para crear y sin interponerme en el camino de nadie.

Objetos no comestibles del proyecto “Volumes”, con el que Marije propone una solución para comer menos y sentirse lleno: estos volúmenes, colocados en el plato, engañan al cerebro y le hace creer que ha comido el doble. © Fernández Solla Fotografie
Ahora esto empezará a cambiar, con el Instituto que ha fundado para el diseño y la comida (Dutch Institute for Food and Design).
Sí, eso espero. Mis estudiantes están empezando a trabajar en esto y poco a poco se va haciendo una comunidad. Esto es solo el principio pero lo cierto es que no conozco ninguna institución que se dedique a lo nuestro, que combine la creatividad del diseño con la aproximación más académica.
Al abogar por una mayor interacción en torno a la mesa, esta forma de comer también genera más basura, algo que usted pretende combatir. ¿Cómo solucionaría este dilema?
Cada proyecto tiene unas implicaciones técnicas que hay que considerar. Podría decir que hiciéramos “doggy bags” para que no haya tanto desperdicio y listo. Pero tiene que ver con algo más profundo, algo más cultural. Tendríamos que lograr una sociedad en la que prioricemos el sentarnos juntos a comer pero al mismo tiempo asumamos que tenemos que comer menos carne. Cómo diseñar para lograr un cambio cultural que combine ambas ideas, ese es el mayor reto. Por ejemplo, a mis tres hijos les involucré en un proyecto que hicimos sobre huevos como moneda de cambio en una sociedad imaginaria. Les dije que podían jugar con los pollitos que teníamos aquí en la oficina y también les conté que después nos los íbamos a comer. Cada uno de ellos entendió esto de una manera distinta: la mayor prefirió no ponerles ningún nombre, para no encariñarse demasiado; el mediano, que tenía cinco años, no les hizo ni caso pero luego mostró mucho interés cuando los destripamos y los preparamos para cocinarlos, mirando con cuidado cómo eran los intestinos y el resto de las vísceras. Si comemos carne deberíamos entender de dónde viene y así valoraremos más lo que comemos, desperdiciaremos menos, etc.. eso es algo que se puede enseñar a los niños, sin pasarse, de una manera lúdica.
¿Qué le aporta la maternidad a su trabajo?
Me siento afortunada de ser una madre trabajadora como cualquier otra, con los pies en la tierra. Porque odio cuando los expertos en algo miran desde arriba y aleccionan sobre un tema: la comida no es una religión, cada uno debería adaptarla a su vida como mejor crea, no hay una sola verdad. Y en este sentido, cuidar de tres niños me hace ver que las cosas no son solo de una manera. Biológicamente yo quiero que se alimenten bien, y si no fuera madre, quizás tomaría un camino más firme, pero la maternidad me ayuda a relativizar: si un día me piden albóndigas en su sopa, se las pondré, por qué no.
Y en su caso, ¿qué le queda de lo que le enseñaron en su casa acerca de la comida?
Yo crecí en una familia típica holandesa, y eso todavía lo llevo dentro. Recuerdo que ya desde pequeña, me ponía muy triste al darme cuenta de que todo sabía igual, que lo que comía no tenía sabores nuevos. Pero bueno, al final yo también he terminado cocinando coliflor y otros platos típicos. Aunque mi cocina favorita es la asiática: la mezcla de sabores dulces, ácidos, texturas crujientes, suaves, su frescura…todo eso me encanta.

Arriba, carne falsa diseñada por Marije Vogelzang. Ella en un momento de la entrevista y a la derecha, tres huevos de su proyecto «eggchange». © FSolla