Acaba de arrancar la 47 edición del Festival de cine de Róterdam (IFFR), y lo ha hecho al más puro estilo del Festival: con una película sueca de argumento perturbador –imagínense una especie de realidad invertida en la que un padre y un hijo tienen que huir de su país (una Suecia acosada por las bombas), en un viaje que nos plantea la incómoda pregunta de que pasaría si fuéramos nosotros los refugiados–, seguida de un dance party con uno de los DJs del momento. Un evento que no requiere pases especiales, ni contactos con las altas esferas; accesible a casi todos los bolsillos, siempre que uno saque las entradas a tiempo. Olvídense aquí de “alfombras rojas” y no esperen tampoco ver desfilar a Tom Cruise o Julia Roberts. Róterdam es territorio de otro tipo de estrellas y, sobre todo, de otro tipo de historias, muy alejadas de la visión edulcorada de Hollywood y dirigidas a abrir nuestras mentes.

Poco antes de entrar de lleno en la rueda corporativa, trabajé como voluntaria en el Festival. Desde entonces lo he seguido únicamente como espectadora ocasional y madre deseosa de inculcar el amor por el séptimo arte a sus retoños. Entre su extensa oferta, el Festival cuenta también con un día dedicado a los niños. Un programa original que les permite conocer realidades y culturas diferentes. Los míos, que como la mayoría de millenials viven ahora pegados a sus móviles, todavía recuerdan con asombro Le Ballon Rouge: una película francesa en la que un crío de unos cuatro años deambula por las calles grises del París de los años cincuenta, acompañado por un globo rojo que le ayudará a sortear los retos de ese particular paseo. Poesía en movimiento que fue premiada con el Óscar al mejor guión original en 1957 (entre otros muchos galardones).

Entrega del premio Hivos a jóvenes cineastas y cine renovado. Foto: IFFR.com

Uno de los aspectos más interesantes del Festival es, sin duda, esa variadísima oferta de películas –más de 500, procedentes de más de 50 países–, en cuya selección juega un papel importante el reconocimiento del poder del cine para ayudarnos a comprender nuestra sociedad y generar cambios positivos en la misma. Visión que va unida a un firme compromiso con el cine independiente, la innovación y el desarrollo de nuevos talentos, así como la voluntad de conectarlos con audiencias lo más amplias posible. El resultado es un certamen en el que, durante doce días, se pueden ver tanto obras de inusitada belleza y alto contenido argumental, como otras en las que el espectador medio (entre los que me incluyo), podría salir del cine con cara de póker o preguntándose porqué no se fue a ver la última de la Guerra de las Galaxias. Todo forma parte de esta aventura visual, en la que no encontrarán las superproducciones más comerciales de Hollywood, pero que a cambio ofrece una ventana abierta al mundo. Y que, como en pasadas ediciones, goza de una buena representación de cine en español, incluyendo el regreso de una de las estrellas del Festival: la directora argentina Lucrecia Martel, con su internacionalmente aclamada Zama. ¿Se atreven?