Holanda es un país curioso que combina prodigiosas obras de ingeniería civil con casas que parecen de muñecas y paisajes bucólicos que se resisten a desaparecer pese a la presión humana.

En mi primera visita me mostró su cara más gélida. Llegué en autobús con un grupo de compañeros de la universidad dispuestos a descubrir las maravillas del norte de Europa. En esa época pre internet en la que los móviles todavía eran cuestión de ciencia ficción, la climatología era mucho menos predecible y, francamente, tampoco era algo que nos preocupara demasiado, acostumbrados a las bondades del clima mediterráneo. Quizás por eso, el temporal con el que nos recibió la Venecia del norte, no sólo nos tomó por sorpresa, sino que también tuvo un impacto perdurable en nuestras memorias. Durante los cuatros días que pasamos en Amsterdam, un frío intenso se coló por cada fibra de nuestros abrigos made in Spain, la lluvia, en sus mil modalidades, nos atacó sin piedad, y un viento huracanado nos zarandeó a su antojo mientras recorríamos la ciudad de museo en museo o buscábamos refugio en los bares del Rembrandt Plein.

A pesar de las inclemencias meteorológicas, un par de imágenes más amables me llamaron la atención: el resplandor de las velas que iluminaban los apartamentos de la capital y el equilibrio casi perfecto de los ciclistas, especialmente de las parejas, que se deslizaban veloces desafiando a los elementos sobre unas bicicletas de aspecto endeble; como si llevar el peso de otro adulto sobre su estructura trasera no les supusiera esfuerzo alguno. Imágenes que chocaban con esa primera impresión de un país gris e inhóspito, y sugerían otras versiones más atractivas que descubriría cuando me instalé aquí años más tarde.

Holanda es un país de contrastes. Un lugar en el que junto a alguna de las ciudades más liberales del mundo, hay zonas en las que el protestantismo más estricto sigue dictando el estilo de vida. Y donde existen reglas administrativas (con sus correspondientes multas) para casi todo. Pero donde también se hace la vista gorda si, por ejemplo, los papás de Jip y Janneke (o Carlitos e Isabel) llaman desde la autopista rumbo a los Alpes, para informar al colegio de que los peques se encuentran indispuestos y no podrán asistir a clase, ese último día lectivo previo a la semana de vacaciones de turno.

Un país donde todo es debatible, desde la indumentaria del paje de San Nicolás hasta los temas más serios, y en el que se prioriza la búsqueda del consenso sobre la rapidez en la toma de decisiones. Un país altamente funcional y moderno con una historia intrigante. Un país de gente directa con un sentido del humor sarcástico, capaz de bautizar a su principal aeropuerto con el nombre de Schiphol que, según la teoría más extendida, significa «agujero o tumba de barcos», en alusión al lugar donde siglos atrás embarrancaron numerosas naves.

En definitiva, un país con muchos matices donde se mezclan infinidad de tonos de gris con los colores más intensos y cuya vibrante actualidad merece la pena analizar y compartir.