Si en la época del descubrimiento de las rutas transoceánicas, avistar una gaviota en un momento crítico de la travesía podía convertir a los marinos más curtidos en un amasijo de carne eufórica y danzante, para muchos de los que vivimos en los centros urbanos cercanos a la costa holandesa, actualmente las gaviotas son sobre todo una plaga. Con el agravante de que, en Holanda, esta especie bullanguera de mirada intimidante y hábitos de ladronzuelo sin complejos goza de una protección que hace difícil combatirla, a menos que uno esté prevenido y se cuente con la colaboración de la mayoría de residentes de la zona.
El año pasado una colonia de gaviotas decidió que las dos hileras de casas a ambos lados de mi calle ofrecían las condiciones ideales para traer al mundo a sus polluelos y enseñarles los rudimentos del arte de volar. Como consecuencia, durante los meses que duró la ocupación de nuestros tejados, todos los vecinos pudimos disfrutar de sus potentes chillidos desde el alba hasta la puesta de sol y tuvimos que aprender a defender los calamares rebozados o las patatas fritas cada vez que se nos ocurría la disparatada idea de degustarlos en nuestras terrazas o jardines. Eso sí respetando siempre la integridad física de las aves, por mucho que estas no tuvieran tantos miramientos con nosotros. Y es que una vez instaladas, no hay quien desaloje a estas incómodas okupas. La normativa aplicable puede variar ligeramente según el municipio, pero en general las opciones para tratar el problema tras la llegada al mundo de las nuevas generaciones son limitadas: no darles de comer o evitar dejar bolsas de basura en la calle son las mencionadas con más frecuencia en los sitios web de los ayuntamientos. Medidas a priori simples que en general sólo funcionan de manera preventiva y si son respetadas a rajatabla por la gran mayoría. A nosotros la invasión nos tomó por sorpresa y desarmados. Aunque en nuestra calle a nadie se le hubiera ocurrido alimentarlas, a escasos cien metros teníamos un parque frecuentado por “almas caritativas” que se deshacían de su excedente de pan casi a diario, con gran regocijo por parte de toda la población de aves urbanas. Sobrevivimos al verano ojerosos e irritables, pero una vez las gaviotas levantaron el vuelo, confieso que me olvidé por completo de ellas.
Hasta que a principios de este año recibí un correo de una vecina que llevaba como asunto Meeuwen Overlast (Molestias por Gaviotas). Dado que estaba a punto de trasladarme a otra ciudad y la primavera era todavía un concepto distante no lo abrí de inmediato. Cuando el primer correo dio paso a un tsunami de respuestas, no me quedó más remedio que ver de qué se trataba, aunque solo fuera para informar a los nuevos residentes de que iban a tener la oportunidad de integrarse muy rápidamente en su nuevo vecindario… El correo alertaba del peligro de volver a ser colonizados este año – a las gaviotas les suele gustar anidar en el mismo sitio- y planteaba varias iniciativas para prevenirlo. No me leí todas las respuestas pero tras haber sido partícipe del lento proceso de toma de decisiones en torno a la “decoración” de nuestra calle, cuando el vecindario aun estaba en construcción, sabía que hasta un tema relativamente simple como el contenido de una jardinera podía ser objeto de un apasionado debate y ralentizar cualquier decisión al respecto. Quizá por eso me alegré tanto de no tener que involucrarme en la campaña anti-gaviotas.
Hace unos días disfrutaba de la primera tarde primaveral en el balcón. Atrás quedaba la oscuridad invernal y el estrés de una mudanza no exenta de retos. En los árboles de la calle empezaba a vislumbrarse un tímido velo verde y en el canal situado frente a nuestro edificio una pareja de gansos se desgañitaban de alegría y danzaban al ritmo de la nueva estación mientras un par de tórtolas se afanaban en poner la estructura de su nuevo nido. Uno de esos momentos fugaces en los que el mundo parece un conjunto armónico desbordante de belleza y energía positiva. De repente un coro de chillidos desagradables puso fin al agradable concierto y un grupo de gaviotas aterrizó sobre los tejados de enfrente con aire posesivo. Mi marido y yo cruzamos una mirada de espanto y tecleamos rápidamente meeuwen overlast en el oráculo electrónico. Después de la consulta respiramos semi-aliviados. Parece que, si nos damos prisa, aún estaríamos a tiempo de colocar redes o cometas con silueta de ave rapaz en el tejado, o de tapizarlo con chinchetas o alambrado. Y en el caso de que nuestros nuevos vecinos requieran tanto tiempo para pasar a la acción como los anteriores, todavía nos quedaría la opción de contratar algún experto para que sustituya los huevos por unos de imitación… ¡Viva la primavera!