La reina de la salsa, Celia Cruz, solía cantar que “La vida es un carnaval” mientras meneaba sus portentosas caderas al son del ritmo cubano y hacía bailar a millones de personas a ambos lados del Atlántico. Sospecho que si doña Celia hubiera vivido en Holanda, en lugar de Cuba o Miami, el título del que fuera uno de sus mayores éxitos, podría haber sido “La vida es un gran festival”. Según un estudio de la agencia de investigación Respons, en 2016 se celebraron más de 900 festivales en Holanda, de los cuales 639 eran de música y congregaron a 16,9 millones de asistentes. Esta cifras, sorprendentes para un país tan pequeño como éste, evidencian la magnitud de un fenómeno que, a juzgar por la oferta actual, sigue al alza.
Tan populares son los festivales, que el holandés ha acuñado sus propios términos tanto para los asistentes, “festivalgangers”, como para el fenómeno de expansión de los mismos, “festivalisering”. Pero no todo son noticias felices en Festival land y ya hay voces que cuestionan si no habría que limitar el número de eventos de este tipo. Un debate que se centra sobre todo en la creciente utilización los parques y núcleos urbanos como sedes de estos espectáculos. Algo que aparte de causar contaminación acústica, limita significativamente el uso del espacio público, por lo que a los vecinos no les suele quedar más remedio que rendirse ante la invasión de las hordas festivaleras.

Arriba, uno de los conciertos de la edición de 2017 del North Sea Jazz en Róterdam.
Al lado, aftermovie del festival Lowlands del año pasado.
Personalmente, cuando pienso en festivales lo primero que me viene a la mente son las interminables colas frente a los baños o los puestos de hamburguesas. Eso por no hablar de la lluvia torrencial o el sol implacable, que obligan a pertrecharse adecuadamente si uno quiere sobrevivir a la hipotermia o la insolación. Pero reconozco que también tienen su atractivo. ¿A quién no le apetece desconectar por un par de días y dedicarse a escuchar música al aire libre rodeado de amigos o simpáticos extraños? La experiencia, sin embargo, no está exenta de riesgos ni siquiera en la organizada Holanda, donde un festival mediano suele tener entre 10.000 y 30.000 visitantes y los grandes pueden rondar los 50.000. Todo un reto para los municipios y servicios de emergencia cuya coordinación es esencial. En 2014 Pinkpop se vio afectado por una tormenta de extremo calibre. No se llegó a desalojar el terreno del festival, pero sí hubo que tomar medidas para proteger a los asistentes. En situaciones como ésta, proceder o no a una evacuación es una cuestión compleja para la que no siempre hay una respuesta evidente. ¿Cómo trasladas a miles de personas y a dónde las llevas?
Aunque mi experiencia en festivales de música es limitada, tengo un par de “festivalgangers” en casa –incluyendo una superviviente de la famosa tormenta– y según parece la climatología adversa no es el principal riesgo de este tipo de eventos. Acabar en la tienda de campaña equivocada es mucho más probable…Dicho esto, debo añadir que la oferta de los principales festivales es cada vez más sofisticada, sobre todo a nivel culinario. Auténtica pizza napolitana preparada por un atractivo equipo de jóvenes italianos, comida tailandesa que no desmerecería en un mercado de Bangkok o refinados platos veganos, son algunas de las propuestas que se pueden encontrar en los pintorescos food trucks de los festivales.
Si no se lo quieren perder, les recomiendo que se den prisa. Para Lowlands, el festival por excelencia, parece que las entradas ya están agotadas en el circuito convencional. Los que prefieran dejar las botas de agua y la tienda de campaña en casa, aún pueden optar por el North Sea Jazz Festival que, junto a leyendas como Earth Wind and Fire o Rubén Blades, cuenta también con un destacado grupo de jóvenes talentos. Que disfruten de la temporada.