La escritura de este artículo despertó un interesante debate entre amigas para tratar de contestar a una pregunta aparentemente simple: ¿qué sentimos cuando volvemos a nuestro país de origen durante las vacaciones de verano?

Hacer las maletas, sacar cierta ropa del fondo del armario, prendas que huelen a cerrado, a una limpieza ya lejana. Tienen el aroma del abandono, de la espera, de la ilusión. Ese vestido que no nos hemos podido poner más que un día aquí, en Holanda, aquel día en que los termómetros marcaron cuarenta grados. Pulseras, pendientes, collares, accesorios que ni tan siquiera tenemos tiempo de ponernos aquí porque vamos corriendo a todos lados y al final casi todo se nos hace prescindible. Es lo que tiene la prisa, que borra los detalles que la lentitud nos regala de forma inesperada. Esa lentitud ansiada de las vacaciones, ¿a ella tenemos acceso los que migramos cuando volvemos a casa por vacaciones?

Visitas con o sin compromiso
La totalidad de las personas migrantes con las que he conversado acerca de este tema están de acuerdo en que el hecho de tener innumerables visitas que hacer es lo que más les agobia. Teniendo en cuenta, además, que el tiempo es limitado y nuestra lista de planes muy larga, la cuestión de las visitas aporta tensión y nervios a las vacaciones del migrante. Tensión y nervios, dos palabras en las que a priori nunca pensaríamos cuando hablamos de veranear, ¿verdad? ¨Una cosa que me estresa es que me da la sensación de que no tengo vacaciones, porque tengo que ver a tanta gente que mi tiempo se convierte en una cita tras otra¨, me cuenta Alba. Es decir, de una necesidad real de ver a las personas que nos importan, pueden surgir síntomas de ansiedad si esas visitas se convierten en obligatorias y a la vez somos conscientes de que no nos va a dar tiempo a todo. ¿Quién no ha discutido, o incluso ha perdido una amistad por una cuestión de falta de tiempo para encontrarse después de meses sin hacerlo?

Repasar tus logros (y tus fracasos)
Otro tema que provoca controversia es el de las preguntas de familiares y amigos que, con la mejor intención seguramente, quieren saberlo todo acerca de tu vida en «ese otro país». A veces nos parece que quieren confirmar si hemos cumplido nuestras expectativas, si hemos «triunfado», como si fueran la voz de la parte más incómoda de nuestra conciencia. No en vano, el hecho de haber cumplido nuestras expectativas profesionales y personales en el país al que migramos es uno de los factores que contribuyen al bienestar de las personas migrantes (Elorriaga, Ebabe y Arnoso, 2016). En esos momentos en los que nos parece que nuestros familiares y amigos se han puesto el disfraz de la Inquisición y hacen un repaso digno de la más exigente entrevista de trabajo acerca de nuestros logros profesionales, a menudo pueden pasar dos cosas: o pintamos el panorama de color de rosa o relatamos la realidad tal y como es. Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, quien pregunta nunca parece acabar satisfecho. En estos casos, ensayar una respuesta «tipo», corta, explicativa y asertiva es una de las estrategias que podemos usar para no sentir que «no tenemos nada que contar». Porque en la vida del migrante siempre hay algo que contar, empezando por destacar la valentía que requiere comenzar una nueva vida lejos de tus orígenes. Esto ocurre sobre todo en los casos en los que estamos en proceso de búsqueda de trabajo o de desarrollo de una idea de negocio, por ejemplo.

En esta casa no se quitan los zapatos
Otro de los aspectos que nos enfrentan a la realidad al volver a casa en verano es la vuelta a «lo que eran tus tradiciones». María me cuenta que una de las cosas que lleva peor es lo de no quitarse los zapatos dentro de casa: «Parece una tontería, pero si lo piensas es una buena costumbre. Aquí siempre lo hago, pero en Madrid no lo hacía ni lo hago cuando voy a mi casa allí». Y no nos olvidemos de los horarios de comidas y cenas, otra vuelta a las costumbres, otro de los muchos micro-cambios a los que las personas migrantes nos enfrentamos habitualmente. «También llevo mal la falta de independencia», continúa María. Se refiere al hecho de volver durante dos semanas a la casa y la convivencia familiar, ya sea con los padres o con otros familiares. Esta vuelta a casa, nos guste o no, nos priva en cierto sentido de la independencia que tenemos viviendo en soledad o con nuestra propia familia en Holanda. Parece que es volver a acostumbrarse de nuevo, cada año, a lo que ya nos habíamos desacostumbrado.

Una vida entre paréntesis
Me dice Ramón que la experiencia de veraneo al principio del proceso migratorio y ahora, que lleva ocho años en Países Bajos, es muy distinta. «Al principio volvía a casa y hacía mi rutina habitual, la de siempre en mi país. Ahora cuando vuelvo es sólo una visita, ya ha desaparecido esa antigua rutina» asegura. Cuando recién aterrizó en el país para hacer unas prácticas profesionales el paréntesis era este, Holanda. Cuando volvía a su país de origen, volvía a la realidad, a su realidad. Ocho años después, volver a casa en verano es el paréntesis. Es curioso vivir entre paréntesis, una vida en la que casi todo hace referencia a otra cosa.
Volver a casa, opina Nadia, es vivir de recuerdos. Según Nadia, cuando llega a su ciudad casi todas las conversaciones hacen referencia al pasado; volvemos para volver a los recuerdos: a la calle donde jugábamos de pequeños, a la puerta del colegio, al banco donde quedabas con tus amigas los viernes a las cinco, el bar donde siempre ibas a tomar algo. La ciudad, tu ciudad, se confabula para envolverte en una mezcla de nostalgia y alegría. Tiene el verano, en la vida del migrante, la calidad de un reencuentro: el reencuentro con la propia historia. «Pesadumbre del barrio que ha cambiado», como dice el tango. La vuelta es también observar el cambio de lo que en nuestra memoria era cotidiano y creíamos cercano. Pero el barrio, la ciudad, el pueblo, nos muestra una cara nueva cada verano. Como migrantes, acusamos más ese cambio por lo inesperado, cada vez un pequeño choque en nuestra memoria, en nuestra identidad. «Hay una sensación de estar fuera de lugar en tu propio país», opina Alba. Desde su experiencia, le cuesta incluso volver a hablar español al principio ya que ella no lo habla el resto del año.

A pesar de los conflictos internos que volver a nuestro país en verano nos puede generar, la ilusión por volver está siempre presente, es una pulsión mayor que cualquier dificultad, como la de las despedidas. Estas son la parte más difícil, seguramente, de las vacaciones de verano. Porque nunca son sólo personas de las que nos despedimos. Nos despedimos también de olores, de sabores, del aire, de la luz, de los colores, de esa tienda que tal vez ya no esté ahí dentro de tres meses… del recuerdo, en definitiva, de nosotros mismos. Entonces esa ropa que sacamos de la maleta y que llega a Holanda oliendo a mar y a tierra mojada vuelve al fondo del armario para seguir recordándonos que, en nuestro caso, los veranos son siempre una promesa que rompe radicalmente con una rutina que también nos es ajena.