Comer a las doce. Eso que hace tiempo se dio en llamar brunch y que se puso de moda para definir la mezcla de breakfast y lunch, resulta que en Holanda es simplemente la hora de la comida. Esto es algo que muchos, en nuestros países de origen, solíamos hacer a las dos o a las tres (o a las cuatro incluso, si es verano). Y ¿qué se come? Algo sencillo: un sándwich (sí, de pan de molde) con una loncha de queso. Si hay suerte, tal vez algo de lechuga y/o tomate. Cenar a las seis. La que escribe esto ha llegado a cenar muchos días a las once, cuando vivía en Madrid. Vivir con la agenda como una extensión de la propia mano, y que casi ninguna cita se pueda establecer dentro de una semana, sino como mínimo, dos. Sí, también con los amigos hay que hacer citas, preferiblemente a partir de las siete de la tarde si no es para cenar.
Posiblemente estas sean algunas de las diferencias más peculiares con las que nos encontramos las personas que decidimos emigrar a los Países Bajos. Nos guste o no, al final acabamos aceptándolo y adaptándonos a los horarios y los usos generales del país. Y lo que puede parecer anecdótico, puede también resultar muy difícil cuando estás lejos de tu familia, tus amigos y tus costumbres. No en vano, las personas migrantes pueden sufrir un mayor grado de alteración psicopatológica.
No es fácil mudarse a un país nuevo, con un idioma extraño, unos hábitos diferentes, un paisaje plano, medios de transporte que suponen todo un reto (¿quién se acordaba ya de montar en bicicleta?) personas que nos son ajenas y que no necesariamente nos ofrecen una afectuosa bienvenida, que no expresan sus emociones de la misma forma que nosotros, provenientes de países latinos y acostumbrados, tal vez, a demasiada intensidad y expresión emocional diaria.
Cambian nuestras costumbres, cambian nuestros hábitos, nuestro cerebro se encuentra perdido, y sin embargo hace lo posible por adaptarse. Es en esa lucha en la que muchas personas corren el riesgo de ahogarse. Pero fruto de esa lucha, de esas crisis y de esos cambios, el cerebro se moldea y se va enriqueciendo de las nuevas experiencias vividas. Ese órgano que por ser tan central en nuestro funcionamiento diario acabamos olvidando (y a veces maltratando), es también nuestra mejor herramienta para sobrellevar la experiencia de la migración.
Dice el médico Pascual-Leone en una entrevista a El País, que nuestro cerebro cambia incluso con lo que pensamos. Y es que el cerebro es flexible y tiene siempre el potencial de seguir siéndolo gracias a lo que en el campo de la neurociencia se conoce como la plasticidad neuronal, es decir, la capacidad que tiene nuestro cerebro para desarrollar nuevas conexiones neuronales. Añade este médico y científico que estar vivo implica que el cerebro vaya cambiando hasta el final de nuestra vida y que «el reto es darse cuenta de que ese cambio del cerebro no necesariamente es bueno o malo para ti, simplemente forma parte de cómo funciona nuestro sistema. Todo es cuestión de saber cómo guiar esos cambios, cómo esculpir el propio cerebro, de rodearse de influencias que lleven a lo mejor para el individuo». De hecho, recientemente un grupo de científicos españoles han conseguido demostrar que el cerebro sigue creando nuevas neuronas hasta con ochenta años.
Más flexibles, creativos y abiertos a la experiencia
¿Qué cambios conlleva en nuestro cerebro el hecho migratorio? Uno de ellos es una mayor flexibilidad en nuestro comportamiento. Una interesante investigación se centró en el cambio de marco cultural dependiendo de la situación en la que nos encontremos. Este estudio demostró que, dependiendo de las señales de nuestro entorno social, la persona que posee dos culturas (lo que estos investigadores llaman «individuos biculturales») elegirá aquella que sea apropiada, haciendo gala por lo tanto de una gran flexibilidad en su comportamiento. Un ejemplo sería cuando decidimos concertar una cita con un amigo, adaptándonos a la cultura holandesa, en lugar de presentarnos directamente en la puerta de su casa sin avisar. Otro estudio en la misma línea encontró que los individuos biculturales que tenían altamente integrada su identidad bicultural la percibían como compatible y fácilmente asequible con la «nueva cultura», haciéndoles fácil la incorporación en su día a día de ambas. Por ejemplo, cuando desplegamos la típica actitud extravertida del sur de Europa para cambiar una cita médica que habíamos pedido con mucha antelación y siguiendo todos los requisitos.
Además, si ya se lleva el suficiente tiempo en Holanda como para haber aprendido el difícil idioma neerlandés, el cerebro bilingüe, también tiene sus ventajas. Aunque aún es necesaria más investigación en este campo, la catedrática Marjana Borzic afirma en una entrevista reciente que estudios realizados con personas que hablan dos idiomas ya empiezan a sugerir que su cerebro tiene la ventaja de ser más flexible. Por ejemplo, las personas bilingües pueden descartar rápidamente información irrelevante del entorno. En el caso de los bilingües tardíos, es decir, los que han adquirido la segunda lengua posteriormente, esta flexibilidad en el lenguaje está aún más acentuada porque la represión del idioma nativo (cuando el contexto nos demanda hablar la segunda lengua) ha de ser aún más fuerte.
Cuando hablamos de personas que participan en experiencias de aprendizaje multiculturales, como sería el caso de estudiar un máster internacional (como hay muchos en Holanda, en los que se puede compartir aula con estudiantes de cada rincón del mundo), otro estudio encontró que la experiencia de migración promovía la creatividad. El hecho de vivir en otro país también parece aportarnos cambios en procesos psicológicos básicos, así como cambios en la forma en la que nuestro cerebro está conectado, gracias a la gran cantidad de nuevas experiencias y a la gran cantidad de información nueva que adquirimos.
No es oro todo lo que reluce, pero hay oro
La incertidumbre, el miedo al cambio, el excesivo sentido del ridículo cuando empezamos a hablar el neerlandés, el carácter a veces distante de los holandeses (en general) complica muchas veces nuestra adaptación a la nueva cultura. Ello puede traer consigo sentimientos de tristeza, estrés y ansiedad en mayor o menor grado. Todo ello no es tan simple, depende también de nuestra propia personalidad, de si hemos crecido en un ambiente que ha favorecido el cambio, o la diversidad, etc. El camino que se hace cuando decidimos emigrar no es fácil, y mientras es cierto que tiene sus momentos bajos, también tiene sus beneficios, como he intentado transmitiros en este artículo.
Conozcamos al holandés que nos abre las puertas de su casa con una sonrisa de oreja a oreja a las seis de la tarde, a la que nos enseñará a montar en bici, al que nos ayudará a encontrar el pan en el supermercado, a la que nos dirá que le encanta escuchar hablar español. La plasticidad de nuestro cerebro nos lo permite, con mayor o menor esfuerzo. Como escribió Mario Benedetti, «a veces tiendo mi mano y está sola, pero está más sola cuando no la tiendo».
Verdad, verdadera. Un artículo muy interesante.