Holanda se ve muchas veces como un país en miniatura, por su tamaño, por el de sus ciudades y sus casas y, como no, porque entre muchas de las visistas turísticas a este país se encuentra Madurodam, en La Haya. Un museo al aire libre donde se representa una ciudad en miniatura, formada por los lugares más conocidos de las ciudades de este país, rodeada del paisaje holandés, donde se puede jugar con trenes, aviones, fábricas y molinos de viento. Una delicia para niños y grandes, como bien podría decir el folleto.

Pero este afán por la miniatura comenzó hace mucho tiempo, cuando lo que se reproducía eran las casas y sus interiores. Estamos hablando de lo que hoy conocemos como casas de muñecas. ¿Cuántas veces no hemos jugado con una de ellas?¿cuántas veces no hemos construido una con pequeñas piezas de plástico?¿Os acordáis de ellas, de cómo las usabais o construíais, de lo que representaban? Todas ellas han sido el reflejo de lo que para nosotros era una casa: la real, la soñada, la fantástica… casas para piratas, reyes y princesas, para los muñecos que representaban la familia, garajes para coches que tenía vida propia o castillos que eran atacados por los malos. Casas solas o formando parte de una ciudad. Cada una con sus espacios interiores y exteriores, con sus propias historias y aventuras.

Casi se podría decir que las casas de muñecas comenzaron de esa misma manera, aunque no eran para jugar. Las casas de muñecas holandesas eran usadas en el siglo XVIII entre las familias adineradas para educar en “los quehaceres del hogar”. Tarea que parece sencilla pero que no lo era, por más sirvientas que tuviesen, ya que daba muestra de todo un arte de la coordinación, el planeamiento y la logística: había que limpiar el polvo de todas las habitaciones, que en aquella época estaban abarrotadas de objetos provenientes de todas las partes del mundo (vajillas de cerámica, objetos de plata labrada, cajas de azabache, estatuitas de diferentes materiales, etc); había que mantener impecables los suelos de mármol y madera; encargarse de la limpieza de la ropa de vestir y de cama y todavía tener tiempo para poder vestirse y empolvar las pelucas antes de salir a disfrutar de la vida mundana.

Los comedores de galletas

Entre las tareas domésticas del día a día estaba la compra de comida y víveres y el mantenimiento de la carne y la verdura (recordad que en aquella época no existía el refrigerador). La cocina del siglo XVII y XVIII era la delicia de cualquier cocinero: en ella se encontraban todo tipo de frutas y verduras, como en la actualidad, a excepción del tomate y frutas exóticas como el aguacate o el mango. Las verduras eran prácticamente las mismas o más, ya que también se comían plantas silvestres como las hojas del diente de león, ortigas y muchos más tipos de setas. La coliflor y la patata no harían su entrada hasta finales del siglo XVIII. Como la calidad del agua, que se extraía de los canales, era de mala calidad, lo que se bebía a la hora del desayuno o durante las comidas era vino o cerveza, que más tarde se cambiarían por el té o el café.

Y para rematar las tareas, preparar las copiosas comidas y cenas de la época, de las que disfrutaban sin reparar en gastos: carne, verduras, pescados, ostras, quesos, embutidos, grandes cantidades de dulces, tartas y frutas confitadas. En realidad, los holandeses, por aquél entonces, eran conocidos como “koek-eters” (come-galletas) por la gran cantidad de dulces que consumían durante la semana (galletas, tartas, crepes, wafels).

Cocina Naturaleza Muerta con sirvienta y muchacho joven, obra de Frans Snyders y Jan Boeckhorst.

Cocina Naturaleza Muerta con sirvienta y muchacho joven, obra de Frans Snyders y Jan Boeckhorst.

Si os fijáis en los cuadros de la época, como el de Frans Snyder en Jan Boeckhorst, podréis ver la veneración, la diversidad y la importancia de la comida. Según cuenta Karin Braamhorst, historiadora del arte, los extranjeros veían a los holandeses como personas toscas, gruesas y siempre comiendo, hasta cuando iban de viaje por barco, carroza o a caballo. Se decía que sólo se podía emocionar a un holandés con dos cosas: la posibilidad de obtener ganancias en un negocio y la comida. Y esto no era raro, estamos hablando del siglo de Oro holandés, cuando los ricos comerciantes formaron una nueva clase social, separándose de la burguesía e instalándose cerca de la nobleza. Entre estos nuevos ricos nos encontramos con Petronella Oortman y Sara Rothé, dos de las afortunadas propietarias de varias casas de muñecas. La de Petronella Oortman (1686-ca 1710) se puede admirar actualmente en el Rijkmuseum de Ámsterdam. Sara Rothé (1699-1751) fue propietaria de dos de ellas, que actualmente se pueden exponen en el Gemeentemuseum de La Haya (con 9 habitaciones) y en el Frans Hals Museum de Haarlem (con 12 habitaciones).

Hasta aquí una pequeña introducción sobre el día a día de aquella época que se reflejaría en las miniaturas de esas casas de muñecas, sus detalles, sus exuberancias y sus enseñanzas. Como las grandes vajillas y cubiertos representados en las cocinas y salones, a pesar de que en aquel entonces todavía no se solían usar los cubiertos, ni tan siquiera por los nobles salvo en algunas ocasiones especiales. Sin embargo era importante conocer su existencia, su uso y su disposición. En el próximo artículo curiosearemos el interior de estas casas para descubrir muchos otros por qués de su existencia.